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Lo que nos ha pasado no es cosa que se haya gestado en un día ni en dos. Resulta difícil precisar cuándo comenzó a irse al garete el laborioso edificio de consensos que con mayor o menor acierto habíamos logrado levantar. Seguramente algo tuvo que ... ver el primer día que alguien que gestionaba un presupuesto por cuenta de la ciudadanía, tras haber sido elegido por ella, pensó que no pasaba nada por distraer una parte para el partido y otra parte para sí. Que quien no responde ante sus conciudadanos meta la mano en la caja y los time es comprensible y esperable; que lo haga quien está ahí con su voto ya es otro cantar. Y que después del primero varias legiones sigan su camino, abona a la sociedad que lo padece a un casi fatídico descarrilamiento.
Algo debió de influir, también, que quienes alcanzaban los resortes del poder empezaran a aplicarse de manera perentoria a cuantas diligencias y tretas fueran necesarias para conservarlos. Esto es: a anteponer la supervivencia propia, la del partido y la de todos los paniaguados bajo sus siglas, a la elaboración de un proyecto de futuro sostenible a largo plazo para la población que con su sudor e impuestos pagaba todas las facturas. Por esa vía, entre la mezquindad y el cortoplacismo, empezaron a aparcarse las reformas ineludibles, los empeños de verdadero alcance, y los gestores se limitaron a cubrir el expediente del modo más idóneo para seguir, como dijera Galdós, pastando del presupuesto.
No pudo no pesar, en fin, que a esas dos inercias perversas se añadiera una tercera: la que, como consecuencia de la crisis -provocada en buena medida por todo lo anterior- y de la falta de imaginación puesta en resolverla, llevó a agravar todas las desigualdades ya existentes. Entre los pobres y los ricos, entre los dependientes de los servicios públicos y los clientes de sus versiones privatizadas, entre las generaciones ya instaladas y las que tenían que luchar para procurarse un lugar bajo el sol. De ese polvo siempre extrajeron sus mejores lodos los populistas, los dinamiteros y los demagogos de toda especie, y era de todo punto ingenuo esperar que no aprovecharían la ocasión.
Ahora tenemos la justa recompensa: un país gripado, en el que la agenda, ante el estupor de quienes lo condujeron ahí, la dictan cada día aquellos que desean por encima de todo echar abajo lo que aún se mantiene en pie de la casa de todos. Pero los atrabiliarios y los embaucadores sólo pueden hacer daño a los pueblos que se dejan acorralar en el rincón donde encuentran nutrientes para sus nostalgias y sus quimeras. Nunca pudieron con los que tienen el coraje de salir de ahí; con los que fijan la ruta poniendo los pies en la tierra y la mirada en el horizonte. Esa es, ahora, la única tarea. Sin más pérdida de tiempo.
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