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La exhumación de los restos del general Franco, autorizada por el Tribunal Supremo en una decisión unánime de la Sala de lo Contencioso, adquiere en estos momentos de confusión política un significado muy especial: liquida el último lastre que arrastraba la consolidación democrática. La Transición, ... por tantos considerada como magistral, dejó algunos cabos sueltos. Uno de ellos era, sin duda, la permanencia del dictador en una tumba de honor, manteniendo vivo un ejemplo de rebelión y posterior autoritarismo sangriento del que todavía sufre la memoria de una buena parte de españoles.
La presencia de los restos de Franco en el Valle de los Caídos era la exhibición más elocuente del recuerdo de un régimen que causó muchos millares de víctimas, mandó al exilio a otros, reprimió sin concesiones las libertades durante 40 años y mantuvo a España aislada del resto del mundo y a los españoles marginados igual que si se tratase de ciudadanos apestados. No discutiré que durante el franquismo se hayan conseguido algunos logros económicos después de muchos años de miseria pura y dura, pero ninguno puede eclipsar el recuerdo de una etapa de nuestra historia que es imposible olvidar, pero muy recomendable no añorar.
Enterrar al dictador en un lugar digno, donde pueda recibir el cariño familiar de sus deudos e incluso el homenaje de los admiradores que aún conserve, pero fuera de todo reconocimiento oficial, era una asignatura pendiente que es crucial que se haga con el consenso de los tres poderes del Estado. Muy especialmente, con el respaldo de la Justicia, de forma que no queden dudas sobre su legalidad y oportunidad. Que tampoco pueda ser enterrado en la catedral de la Almudena, como pretendían sus herederos, es otra decisión importante. Aceptarlo habría sido prolongar la polémica y mantener viva la pesadilla política.
Primero, para la Iglesia, para la que tener a una persona tan polémica compartiendo espacio sagrado entre sus santos y reliquias nunca podría ser un estímulo para la devoción de la mayor parte de los creyentes. Y, segundo, para la democracia, que quedaría permanentemente expuesta a la exaltación del recuerdo de uno de sus mayores enemigos.
La suerte de los restos del Caudillo venía siendo objeto de debate y enfrentamiento entre los españoles. Era un pequeño problema para la convivencia y particularmente para la vida política. Que el asunto se resuelva de una vez por todas, como hace la resolución del Supremo, y que se haga con el respeto que merece todo difunto es de esperar que acabará con un motivo permanente de discordia transcurridos casi 44 años desde su muerte.
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