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Si un tal Franklin Delano Roosevelt y un tal Winston Churchill hubieran visto el comportamiento de un tal Donald Trump en su visita oficial a Londres habrían creído que se trataba de una burda broma a cargo de un caricato, el trabajo de alguien que ... ejecutaba una parodia. Pero no fue así. Pese a que, al parecer, se le recomendó encarecidamente una conducta acorde con la extraordinaria historia común de Estados Unidos y Gran Bretaña en días trágicos, el caricato que vive en la Casa Blanca prefirió no defraudar a su público. Incluso en Washington, gente de confianza considera un error la conducta extravagante del jefe, quien ha cometido el peor de los pecados: pasar página al peso, la confianza y la duración de la estrechísima relación creada entre Londres y Washington desde el fin de la Primera Guerra Mundial en 1918. Churchill la había terminado brillantemente como primer lord del Almirantazgo y había sabido establecer con la Administración del presidente Wilson fuertes lazos que cada parte respetaría impecablemente. Forjaron la alianza que finalmente serviría para derrotar, años después, a Hitler y su Alemania nazi y crear literalmente la Europa democrática y su expresión político-militar, la OTAN.
El mundo creado en el hemisferio norte tras esos acontecimientos no le importa absolutamente nada a Trump. Su talante, sostenido por equipos de asesores de una nueva generación trivialmente autodescritos como innovadores y administradores de una nueva realidad, se aviene mal con la envergadura de su cargo y la responsabilidad mundial que implica. Muy lejos de asumir el papel aún obligatorio de líder de la Alianza Atlántica y cancerbero principal del orden liberal-democrático del hemisferio norte, Trump prefiere una suerte de amateurismo improvisador en cuestiones de política mundial servido, además, con decisiones improvisadas y una fuerte personalización de las mismas, comunicadas al público vía tuits.
Es seguro que la vieja y acorazada diplomacia británica lo ha soportado todo con la obligada entereza tradicional de una ex gran potencia que conserva bien los rasgos esenciales del oficio, aunque en el muy agitado escenario social florezcan plantas exóticas que parecen prosperar en términos políticos. Las principales hasta ahora son los cuasi cómicos Boris Johnson, experiodista metido a político, que ya ha sido ministro y espera ser jefe del gobierno desde el agitado campo conservador; y el líder del antieuropeísmo radical Nigel Farage, defensor puro y duro de la mera liquidación de todo vínculo de Reino Unido, con lo que la pertinaz vieja escuela aún llama desdeñosamente el continente. Sobra decir que Donald Trump encontró tiempo para recibirle en audiencia privada y larga. Tal para cual.
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