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Isom on som. Y estamos donde estamos. El verso de Miquel Martí con que Pedro Sánchez comenzó el lunes su discurso en el Liceo identifica ... bien su manera de hacer política. Es lo que hay, camaradas: aremos con estos bueyes. La coyuntura y el pragmatismo como principio y fin de la política, y su manejo como habilidad máxima de ese arte. Y la verdad es que, en una semana, ha dado así la vuelta a la situación. No tendrá la mayoría detrás de él en esto de los indultos, pero ha logrado revertir, empujar o decidir en favor o, al menos, en anuencia de la medida a actores públicos de importancia: empresarios, iglesias locales -siempre fáciles en estos casos-, políticos propios, medios de comunicación internacionales, expresidentes recelosos, barones autonómicos en posición de prevengan y supongo que muchos ciudadanos que han resuelto en las últimas horas que esto era lo menos malo.
Sobre todo, porque los extremos de enfrente han sobreactuado, han acudido a una hipérbole que les ha sacado del marco. Ahí Sánchez se mueve con maestría. Qué necesidad tenía el secesionismo de aparecer como lo que siempre ha parecido: una colección de niños bien haciéndose los chulitos. Si los indultos muestran la debilidad del Estado, mejor dejar que se consuma en su propio fuego. Pues no: han exagerado. Y, en el otro lado, por qué no dejarlo en rechazo radical político y no meterse por los territorios de la legalidad, de la moralidad o, peor, de la sospecha de que el Gobierno cambiará nada menos que de régimen, como si fuera tan sencillo. Pues también el ridículo. En medio, el presidente aparece como la humilde sensatez de alguien dispuesto a hacer algo, y eso vende y desarma por completo.
De manera que el primer asalto lo ha ganado in extremis, casi por sorpresa. Pero ahí viene el problema. El personaje se mueve bien en la crisis, mas no está tan claro que sea capaz de sacarnos de ella. Para eso hace falta algún asidero más sólido que su destreza: eso que llamaban los antiguos «los principios». Algo que no sabemos cuáles son o dónde encuentran su límite. Ahí reside el miedo. Ha ganado tiempo hasta después del verano, pero ¿qué hará después? ¿Qué puede ofrecer en esa mesa de negociación a la que el secesionismo irá maximalista y con prisas, y donde no podrá encontrar apoyo ninguno de los actores principales de la política española, más allá de su disciplinado partido? En esa parte ya no valen las buenas intenciones ni tampoco sobrevivir gracias al suicidio de los demás.
Porque ¿cuál será la respuesta de Sánchez ante la demanda de autodeterminación? Después de apelar al respeto a la norma constitucional y a los procedimientos legales, ¿qué más hay? El marco actual no permite la secesión, salvo que se modifique la Carta Magna. Pero para eso se necesita a los que hoy siguen en la hipérbole. El intermedio -balanzas fiscales, reconocimiento exterior- no va a satisfacer a un secesionismo echado al monte y atrapado en las lógicas del movimiento social que ha generado. Cierto que hoy la respetabilidad internacional ha migrado de Sant Jaume a La Moncloa, pero eso cambia de un día para otro: imaginen una sentencia contraria de un tribunal europeo. También lo es que el secesionismo no puede repetir su fórmula, salvo que salte también de la tragedia a la farsa. Pero algo habrá que proponer, y nadie sabe, ni nadie nos ha dicho, qué pueda ser eso.
Si no se vuelve a lo anterior por las dos partes -apariencia de algarada y apariencia de represión-, solo caben dos fórmulas: o el tratamiento bilateral para ellos o la solución federal para todo el país. La primera tiene más boletos: los secesionistas se sienten halagados; las derechas son antiigualitaristas, siempre que no se insista en lo de la soberanía original; los socialistas siguen con un federalismo de boquilla y a su izquierda sigue viva la cansina paradoja leninista (autodeterminación para decidirse por la unidad española). Al no tratarse de principios, siempre se podrá llegar a un intermedio provisional sufragado con dineros y banderas, injusto pero soportable para una clase política cuyo horizonte máximo es sobrevivir al día de hoy.
La solución federal cambiaría por completo el marco de la discusión. Asentaría derechos y obligaciones identificables, precisos y similares para todos, soportados sobre el derecho a autogobernarse y la obligación de ser solidarios con los demás. Tiene el pequeño inconveniente de que espanta a todos por igual: a los nacionalistas porque es su inversa ideológica; a las derechas patrias porque siguen siendo de la pata del Cid y no se han enterado de que el federalismo no es una cosa de las izquierdas; a estas últimas porque no se sabe muy bien si se lo creen. Pero lo cierto es que, estando donde estamos, en una situación tan apurada, resulta de lo más sensato.
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