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La violencia contra las mujeres es algo muy viejo, muy conocido, muy repetitivo, y que asquea demasiado a estas alturas de la película. Los datos a nivel global horrorizan, y cada territorio y cada contexto presentan sus particularidades. En España, diversos informes alertan del aumento ... de casos de violencia de género contra mujeres en general, y particularmente entre las adolescentes. Control por parte de la pareja, chantajes emocionales o agresiones físicas se mezclan con un discurso del amor romántico justificador de unas dinámicas cada vez más normalizadas. A ello se le suma un repunte de casos de violaciones grupales, incluso entre menores.
Si bien es cierto que la visibilización y repulsa social de la violencia contra las mujeres ha aumentado en nuestro país en los últimos años, no es menos cierto que su cuestionamiento cada vez tiene altavoces más potentes, hasta el punto de que la violencia de género se ha convertido en un campo de batalla política. Así, tenemos a partidos como Vox, que la niegan, u otros, como el PP, que cuenta con algunos líderes entre sus filas que matizan una realidad para maquillarla y manipularla. A este último respecto, muy sintomáticas han sido las recientes palabras de la presidenta del PP madrileño y de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, que llamaba a las feministas «malcriadas que aspiran a llegar (a casa) solas y borrachas, desprovistas de responsabilidades ni siquiera ante sus peores decisiones».
La alusión a «solas y borrachas» no es casualidad, y tiene mucho que ver con un puritanismo que culpa a la mujer que ocupa en solitario el espacio público y que, para más inri, consume alcohol. Una visión que despoja de respetabilidad a las mujeres que llevan a cabo estas prácticas y que las hace responsables de lo que potencialmente pueda ocurrirles -palabras, por cierto, muy en sintonía con las que, en el siglo XIX, en plena industrialización, culpabilizaron y estigmatizaron a muchas mujeres trabajadoras que desempeñaban duras tareas e ingerían alcohol, por ejemplo, las sirgueras-. Este tipo de afirmaciones pueden parecer trasnochadas en el siglo XXI, pero lamentablemente tienen un gran eco social y muchos seguidores.
A nivel global la situación es todavía más espeluznante, y los contextos bélicos que se están viviendo están dejando al descubierto siniestras prácticas contra las mujeres. De todas ellas, la violación como arma de guerra está tristemente de actualidad, aunque es una vieja conocida. Están documentadas, por ejemplo, las violaciones a mujeres alemanas una vez cayó el Tercer Reich (lo relata el libro anónimo 'Una mujer en Berlín' y lo documenta el historiador Antony Beevor en 'Berlín', 1945). Antes que a ellas, los soldados alemanes también habían perpetrado violaciones en masa a medida que avanzaba la esvástica por el continente.
En tiempos más cercanos, durante la guerra de Bosnia y su proceso de limpieza étnica, miles de mujeres fueron violadas con el objetivo de intimidar y crear una atmósfera de terror con la lógica de que cualquier mujer era susceptible de sufrir una agresión. De hecho, niñas o embarazadas han sido objeto de estas siniestras prácticas en conflictos como los de Congo o Etiopía, por citar dos de los más recientes y de los cuales nos han llegado relatos estremecedores.
Los últimos casos los estamos conociendo en el contexto ucraniano, donde las antiguas normas de la guerra se actualizan en el siglo XXI. Cientos de mujeres han denunciado haber sido violadas por soldados rusos a medida que avanzaban las tropas. La violación como arma de guerra ha vuelto a activarse con el objetivo de ultrajar al enemigo, humillarlo y mancillarlo usando para ello el cuerpo de las mujeres. Ellas son vejadas, consideradas objetos por sus violadores y deshumanizadas. La atmósfera del miedo se respira para ellas, que temen ocupar el espacio público, pues el mero hecho de ser mujer es lo que las hace potencial objetivo de estas prácticas.
La violencia contra las mujeres es una vieja conocida que se ha ido adaptando a los tiempos. Desde siempre el cuerpo de la mujer ha sido un campo de batalla y hoy, a pesar de los avances realizados en algunos puntos del globo, esa dinámica no se ha roto. Negar esta realidad es negar la evidencia. Por ello, es necesario trabajar en la educación de las futuras generaciones, de los más jóvenes, para hacerles comprender que la igualdad entre hombres y mujeres es lo que mejora las sociedades. No podemos legar a las futuras generaciones ambigüedades o dudas a este respecto, porque entonces no estaremos más que alimentando la maquinaria justificadora de estas prácticas, y seguiremos hablando de una vieja conocida, en vez de hablar de una vieja ya desaparecida. Que ocurra lo último está en nuestra mano.
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