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Todas las formas de vida deben su existencia al agua. La misma que, en ocasiones, deja su huella de destrucción y desolación en la piel ... del territorio llevándose por delante esa vida que ella misma ha creado. Esto es lo que ha ocurrido con el episodio de 'gota fría' o dana (depresión aislada en niveles altos) que ha asolado, con especial virulencia, la Comunidad Valenciana y otras zonas de Castilla-La Mancha y Andalucía. No es la primera vez que ocurre y tampoco, desgraciadamente, será la última.
Recordemos la catástrofe de Biescas el 7 de agosto de 1996, cuando el desbordamiento del barranco de Arás arrasó el camping Las Nieves dejando 87 víctimas; o las lluvias torrenciales que, en octubre de 2018, descargaron más de 230 l/m² en la localidad mallorquina de San Lorenzo del Cardezar. En septiembre de 2019, el Levante y sureste peninsulares se vieron afectados por un episodio similar al sucedido ahora, que tiene lugar cuando el calor y la humedad acumulados en las capas bajas como consecuencia de las elevadas temperaturas del mar Mediterráneo -2ºC por encima de lo normal para esta época del año- chocan con una masa de aire frío en las capas altas, desencadenándose tormentas de gran intensidad en muy poco tiempo que, en algunos lugares, han dejado valores superiores a los 500 l/m² en ocho horas.
Desde una perspectiva geográfica, el dramático, catastrófico y mortal cóctel provocado por esta dana se ha visto favorecido por la confluencia de tres factores: la inevitable torrencialidad extrema de las lluvias, la arriesgada artificialización del territorio y una desajustada percepción social del riesgo. Sobre el primero poco podemos hacer porque es imposible evitar que llueva, aunque tenemos cierta responsabilidad en el comportamiento de estos fenómenos favorecidos por el efecto del cambio climático que, en estos episodios, moviliza mucha más energía provocando que la lluvia 'caiga de golpe', que es como decir que estuviera modificándose la manera de llover.
El factor humano está detrás del incremento del riesgo, en buena medida responsable de las consecuencias catastróficas de un fenómeno natural que, cada vez que sucede, deja en el territorio la huella de la catástrofe, la desolación y, en este caso, la muerte. Un territorio, especialmente en la orla mediterránea, en el que, durante décadas, ha primado un modelo de desarrollo urbano que no ha tenido en cuenta la vocación natural del suelo en las zonas inundables, llegándose a ocupar, con construcciones e infraestructuras, las arterias naturales de drenaje como ríos, arroyos, ramblas y torrentes, muchos de ellos cauces efímeros, sin agua la mayor parte del año, pero que, de vez en cuando, nos recuerdan su función primigenia natural: conducir el agua y los sedimentos de la cuenca hasta otro río mayor o al propio mar.
Y esta función cobra especial importancia cuando los cauces deben desaguar grandes cantidades de agua en un intervalo de tiempo muy corto, como ha ocurrido en esta dana mortal. De manera que se ha artificializado el territorio con usos del suelo incompatibles con la respuesta hidrológica de los cauces ante una situación meteorológica extrema como la vivida, y que, sin duda, incrementan exponencialmente el riesgo.
Este último episodio ha vuelto a evidenciar los errores de planificación urbanística pasados y presentes, pese a los esfuerzos de la administración hidráulica -en el marco de la directiva de inundaciones 2007/60/CE- para identificar las áreas más vulnerables y de mayor riesgo, elaborar los mapas de peligrosidad y establecer los planes de gestión del riesgo de inundación.
Es preciso evitar nuevos asentamientos vulnerables en zonas actualmente identificadas como inundables y, a la vez, disminuir el riesgo para el mayor número de personas y de actividades económicas expuestas. La clave, sin duda, es prever y plantear la gestión de estos episodios torrenciales al amparo de una adecuada ordenación del territorio aplicando rigurosamente una normativa que regule y garantice un planeamiento urbano y un régimen de autorizaciones compatible con el comportamiento hidrológico de los cauces. La inercia urbanística del pasado es la responsable de la existencia de numerosos núcleos consolidados en zonas de alto riesgo en los que, además de regular los nuevos desarrollos, habrán de acometerse obras de protección y defensa con el menor daño posible al medio natural.
Sin olvidar la continua mejora de los sistemas de predicción meteorológica e hidrológica, alerta temprana y atención de emergencias y unir, a todo ello, una cobertura de seguros que, además de reflejar la existencia del riesgo para quien allí esté ubicado, sea garantista de las pérdidas que pudieran producirse. Se hace necesario mejorar la información y comunicación junto con la educación y sensibilización en la cultura del riesgo. Es preciso modificar hábitos y conductas en situaciones de riesgo extremo, de manera que la población sepa cómo actuar. Así estaremos en mejores condiciones para enfrentar y gestionar episodios torrenciales que volverán a producirse, quizás, con mayor intensidad.
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