Dentro de unos días, el 18 de diciembre, se cumplirán cincuenta años de la muerte de Mikel Salegi, tiroteado en un control de la Guardia Civil en el barrio de Rekalde de San Sebastián. Tenía 21 años y volvía de una cena navideña con sus ... compañeros de trabajo cuando se saltaron un control que no vieron y fue acribillado. Era tal el furor provocado por el crimen que sus amigos no dudamos en acudir a su funeral dispuestos a convertirlo en una manifestación antirrepresiva, como así fue, pese al feroz pasillo policial que nos esperaba a la salida, en el pórtico de Santa María. Hubo golpes, octavillas, detenciones y persecución policial hacia quienes habíamos instigado la protesta, lo que no impidió que la Feria de Santo Tomás del día siguiente quedara marcada por las cargas policiales en plena Parte Vieja donostiarra. Cincuenta años después, sus hermanas Itziar y Nekane convocan hoy un acto en su memoria en el Kursaal.
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Y es que, pese al tiempo trascurrido, ni los allegados de este Mikel ni del otro, Zabalza, también muerto a manos de la Benemérita bastantes años después, ni de Gladys ni de García Ripalda, por mencionar a mis más próximos, ni las 240 víctimas de abusos policiales entre 1978 y 1999 reconocidas por el Gobierno vasco olvidan no solo el dolor, sino tampoco el ninguneo padecido por un Estado reacio a reconocer la torpeza con que en muchos momentos se comportaron sus fuerzas policiales.
Como tampoco olvidan ni los allegados a los presos de Paracuellos ni a los de las fosas franquistas; ni quienes padecían las cargas policiales de los años 70 ni quienes fueron humillados por hablar euskera o vieron sus hogares mancillados de madrugada cuando la policía buscaba a un familiar… No, nadie olvida lo suyo, y como no creo ser sospechoso de ignorar que ha sido ETA la principal causante del dolor que atenaza a sus innumerables víctimas en las cinco últimas décadas, al arrimo del aniversario de la muerte de Mikel me parece que ya basta de que cada cual atienda únicamente a sus víctimas afines mientras ignora el dolor de quienes considera 'contrarias'.
Por eso es una pena que cada 10 de noviembre -el Día de la Memoria instituido por el Gobierno vasco- se realicen celebraciones diferentes. También es una pena que el PP de Donostia se oponga a poner una placa en memoria de Mikel Zabalza cerca del cuartel de Intxaurrondo, como también es penoso que la mayoría de los grupos municipales nieguen la propuesta del PP de incorporar a las víctimas donostiarras de la violencia republicana a la escultura que homenajea en esta ciudad a las víctimas del franquismo.
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Como nos confirma la psicología y como traté de mostrar en mi novela 'Padre patria', en nombre de la fidelidad a los muertos el dolor permanece, se transmite, se justifica y se perpetúa, especialmente cuando no hay reconocimiento y reparación. Basta ver el alivio que muestran los allegados de quienes, aunque sea muchos años después -como en el reciente caso de Ángel Esparta-, encuentran su nombre y su recuerdo en una placa o en un acto en su memoria; ello nos ayuda a entender cuán necesaria es la empatía, el recuerdo y la comprensión del sufrimiento padecido por las víctimas de uno u otro color, por mucho que nunca ignoremos las responsabilidades o la legitimidad del victimario.
Este fue precisamente el tema del último Seminario de la Fundación Buesa, 'Herencias del franquismo y del terrorismo', celebrado el pasado octubre: hasta qué punto las políticas públicas de Memoria han de igualar a todas las víctimas, si parece que unas son más de izquierdas y otras más de derechas, y cómo hacer para que todas alcancen verdad, justicia y reparación. De las muy interesantes y variadas intervenciones que allí se sucedieron me gustaría destacar la interpelación de Fabián Laespada al responsable del Memorial de Víctimas del Terrorismo, Florencio Domínguez, sobre la ausencia de víctimas de violencia policial en dicha institución. Este respondió que los estatutos del Memorial dejan muy claro que su ámbito es el terrorismo, principalmente el de ETA, pero también el de los GAL, el BVE y otros grupos de extrema derecha, por lo que quedan fuera los excesos de las fuerzas policiales.
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Fue una respuesta pertinente que invita a otra pregunta: ¿no sería necesario, ahora que el terror de ETA ya no nos azota, mostrarnos más respetuosos con el sufrimiento de quienes, víctimas del franquismo, de la Transición o de los abusos policiales posteriores, encontraron en su dolor el fermento y la coartada para seguir jaleando, comprendiendo o justificando la barbarie etarra? Sería un buen modo de mostrar la calidad democrática de un Estado capaz de reconocer que sus fuerzas de seguridad tardaron demasiado en desprenderse de la herencia franquista.
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