El viernes tuvo lugar en Barcelona la tradicional entrega de despachos a la última promoción de jueces y, por primera vez desde que asumió la jefatura del Estado, el Rey no presidió el acto. Y no lo hizo porque, pese a que ya había confirmado ... su asistencia, el Gobierno «no lo autorizó». Frente a quienes pudieran entender que se trata de una cuestión protocolaria o meramente simbólica, conviene advertir de que es un hecho muy grave que afecta a varios principios constitucionales: la monarquía como forma política del Estado (art. 1 CE); la atribución al Consejo General del Poder Judicial de funciones de gobierno del mismo (art. 122 CE); la prohibición de ejercicio arbitrario del poder y la obligación de motivar las decisiones propias de un Estado de Derecho (art. 9 CE). Todos esos principios han sido vulnerados.

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Realmente, el viernes, la forma política del Estado («la monarquía parlamentaria») quedó, en cierta forma, suspendida. La ausencia del Rey en la entrega de despachos no sólo carece de cualquier justificación razonable, sino que supone una vulneración de normas constitucionales. Al diseño y funcionamiento de una monarquía parlamentaria contribuyen no sólo la Constitución y las leyes sino también las costumbres constitucionales. Y en el tema que nos ocupa, la presidencia por parte del Rey del acto de entrega de despachos es una costumbre constitucional. En tanto que la Justicia se administra en nombre del Rey (art. 117 CE), «símbolo de la unidad y permanencia del Estado» (art. 56 CE), se consolidó la mencionada costumbre constitucional. Costumbre que ha sido vulnerada sin justificación alguna.

La única razón que el Gobierno ha facilitado a la opinión pública es que se ha hecho «para proteger a la monarquía» (palabras del ministro de Justicia). ¿Qué quiere decir esto?

Si de lo que se trata es de proteger a la persona física del Rey y se entiende que no se puede garantizar su seguridad en Barcelona, la decisión debería venir inexcusablemente acompañada de la dimisión del ministro del Interior. No ha sido así porque España no es todavía un Estado fallido y está en condiciones de garantizar los desplazamientos del Rey por todo el territorio nacional.

Si lo que se pretende es proteger a la Corona como institución, la razón esgrimida por el Gobierno resulta aún más absurda. El Ejecutivo está impidiendo al Rey que cumpla con sus obligaciones constitucionales. Y en la medida en que la Corona se legitima por el correcto cumplimiento de sus funciones (legitimidad funcional), el Gobierno está erosionando su legitimidad.

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Para justificar el despropósito se esgrime el precepto según el cual los actos del Rey deben ser refrendados (art. 64). El Rey no fue a Barcelona porque el Gobierno «no lo refrendó». Subyace en ese planteamiento un grave error ya advertido por la profesora Teresa Freixes, que consiste en confundir el refrendo con la autorización. El Rey no necesita autorización del Gobierno para cumplir sus funciones, entre las que se incluye presidir la entrega de despachos a los nuevos jueces. Y por ello podría haber ido, pero no lo ha hecho para evitar un pulso con el Gobierno. Felipe VI ha ejercido así una de sus muchas virtudes: la prudencia. En la medida en que el ministro de Justicia también ha de asistir, el acto habría quedado ya refrendado. Realmente lo que resulta obligado en estos casos es el refrendo.

En definitiva, el Gobierno se ha extralimitado en sus funciones, e impuesto un veto ilegítimo al Rey. Impidiendo su presencia en Barcelona, materialmente, ha suspendido, aunque sea por unas horas y en un ámbito concreto pero fundamental (el Poder Judicial) la forma política del Estado (la monarquía parlamentaria). ¿Se trata de un ensayo de un proceso de más largo alcance?

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Además, al no motivar esa decisión que podría, en ciertos casos, estar justificada, el Gobierno actúa con manifiesta arbitrariedad y falta de transparencia, vulnerando principios básicos del Estado de Derecho. Un ejemplo: por razones de política exterior, el Gobierno podría legítimamente considerar prioritario que el Rey asistiera a la toma de posesión de un jefe de Estado extranjero. Pero incluso en un supuesto así habría que intentar que el Rey pudiera compaginar ambas obligaciones, modificando la fecha de entrega de despachos. En el caso que nos ocupa el veto no tiene justificación.

Finalmente, y esto no se debe olvidar, el acto de entrega de despachos, como todo el proceso de selección y formación de jueces, corresponde, por imperativo constitucional, al Consejo General del Poder Judicial. El Gobierno no tiene competencia alguna sobre la materia. El veto al Rey es también una intromisión ilegítima del Ejecutivo de Sánchez en el gobierno del Poder Judicial.

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