El vértigo del tiempo en la madurescencia
La mirada ·
Al entrar en la sesentena sentimos con intensidad que los días de nuestra niñez eran interminables comparados con los actualesLa mirada ·
Al entrar en la sesentena sentimos con intensidad que los días de nuestra niñez eran interminables comparados con los actualesSe trata de una experiencia bastante trivial. Pero solo se tiene cuando alcanzas ciertas cotas en tu trayectoria vital. Mejor dicho, cuando ya bajas la colina y desciendes hacia el valle. Antes cabe vislumbrarla, mas no anida en tu conciencia como lo acaba haciendo en ... lo que se ha llamado la madurescencia. Esa fase que no deja de ser un eufemismo para eludir el término vejez, devaluado en esta época de paradójico culto a una juventud que se pretende prorrogar indefinidamente desde varios frentes.
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Durante la niñez somos inmortales. La muerte no planea sobre nuestras cabezas porque nuestra fantasía es omnipotente y se superpone sin ambages a la cruda realidad. Esta se ve continuamente tamizada y matizada por el cincel de una portentosa imaginación cuyo imperio sencillamente no conoce límites. Los juegos nos trasladan a paraísos donde somos artífices de cuanto sucede.
Nada hay más franco que una risa infantil, liberada por definición de toda inquietud perdurable. Otra cosa es cercenar esa capacidad imaginativa con dispositivos electrónicos que tienden a sustituirla y a empobrecer sobremanera ese maravilloso don del ser humano al balizar su desarrollo con sucedáneos tremendamente seductores e hipnóticos.
Las cosas van complicándose al devenir adultos. Nuestros cuerpos cambian y nos cuesta un poco acostumbrarnos a las innumerables novedades que van acumulándose. Hay tanto por descubrir... Aunque nuestra curiosidad no pueda en modo alguno homologarse con el infinito afán de conocerlo todo que presidió nuestra niñez, cumple ahora con el desafío de afrontar las dificultades del mundo real y las imperativas demandas de nuestra hechura biológica. Esa paulatina metamorfosis nos hace tocar los cielos y descender al infierno, alternativamente y sin solución de continuidad.
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Al dejar de ser adolescentes entramos en la dorada juventud. Esta etapa conoce nuevas complicaciones, agravadas por el ambiente cultural y socio-político que nos haya tocado en suerte disfrutar o padecer. Desde luego, un mercado laboral absolutamente volátil, cuya precariedad impide hacer planes a medio plazo, contribuye a diferir una emancipación que se da por inalcanzable. Los anuncios publicitarios rinden culto a unos idealizados cuerpos jóvenes, mientras que una política cortoplacista y polarizada ignora sus justas reivindicaciones, porque no le interesa el futuro.
En realidad no está muy claro cuándo se accede a la madurez, ni tampoco si es un momento de plenitud, como suele presumirse. Una vez más dependerá de que las circunstancias no resulten demasiado determinantes. Quedarse sin trabajo en ese periodo puede arruinar la tranquilidad que ya se anhela tras haber alcanzado las cumbres del itinerario biográfico. También pueden menudear otro tipo de carencias y padecerse una devastadora soledad en medio de una indiferente multitud
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Volvamos al inicio. Al entrar en la sesentena hay algo que lo cambia todo. La forma en que vivenciamos el paso del tiempo. Esto no es algo voluntario. Sentimos con una gran intensidad que los días de nuestra niñez eran interminables comparados a la creciente fugacidad que nos muestran los actuales. De crio era una fiesta cambiar la hoja de un calendario mensual, mientras que ahora da vértigo hacerlo en un santiamén. Uno entiende perfectamente que Proust intentase rastrear el tiempo perdido, cuya evocación paliaba sus dolencias.
Todo parece durar lo que un suspiro. Entre otras cosas porque nuestra memoria flaquea y no registra como antes los acontecimientos. De hecho, nos permite recordar con más nitidez los momentos del pasado más lejano. Por eso quien ha entrado en la madurescencia habla tanto de antaño. Sus lindes resultan incomparablemente mucho más extensas que las del hogaño. Por añadidura, la línea del porvenir ha perdido su anchura y la del horizonte no queda tan lejos como antes, pese a ser más borrosa.
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Nuestra mirada se vuelve menos nítida y eso nos ahorra en ocasiones algún falso disgusto. Cuando contemplamos, por ejemplo, los rostros de amigos o familiares a quienes frecuentamos desde hace décadas no los encontramos tan envejecidos como aquellos de quienes no conocemos porque nuestras imágenes anteriores recrean y mejoran su perfil mucho mejor que cualquier aplicación diseñada específicamente a tal efecto. Esto mismo sucede con el propio rostro. Por eso nos disgusta tanto vernos en fotografías recientes. Nos negamos a reconocernos en esa cara con tantas huellas cronológicas, en lugar de admirar todo cuanto representan como tiempo ya vivido.
La enorme ventaja del vertiginoso frenesí cronológico experimentado es que cabe aprender a relativizar las cosas y afrontar con serenidad esta última etapa del viaje, cobrando conciencia del insustituible valor del tiempo. Eso sirve para fijar nuevas prioridades y aprestarse a disfrutar de cada día como si pudiera ser el último. Además hay muchas magdalenas proustianas que degustar durante nuestros paseos y conversaciones. Al experimentarlo como un bien cada vez más escaso, el valor del tiempo no tiene rival y nada puede disputar su preminencia.
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