He asistido, con pesadumbre, a las críticas lanzadas desde determinados sectores ante la inauguración del Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo (CMVT), con el que he tenido el inmenso privilegio de colaborar. Algunos ataques, provenientes de quienes no desean conjugar el verbo condenar, eran ... esperados, pero otras invectivas me han sorprendido más por inesperadas.

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La cuestión de la memoria, «la tracería de la memoria», como muy bien define Martín Alonso Zarza (Bakeaz, 2012), está construida con intersecciones de narrativas y emociones, que no son particulares de Euskadi, sino de otros muchos lugares en los que se han sufrido hechos profundamente traumáticos. El terrorismo ha sido un acontecimiento tan trágico que, por su nivel de victimación, justifica la existencia de un memorial que fije su centralidad precisamente en las víctimas y que ello se haga con rigor científico. El abordaje de cualquier memorial siempre debe hacerse desde la asunción de que asesinar a una persona, sea cual sea la justificación empleada para el crimen, es algo horrible y condenable.

Las víctimas, todas diferentes, pero todas iguales en cuanto a su muerte no deseada e injusta, son la expresión evidente de la maldad que, mediante la política memorialística constituida en acción pedagógica a favor de los derechos humanos, se desea nos interpele para que, primero, nos conmueva y, segundo, nos permita, desde la deslegitimación de la violencia, avanzar hacia un futuro de no repetición. El terrorismo de ETA, terrible en sí, bien merecería un memorial específico, pero no se puede negar que han existido durante décadas otras violencias igualmente injustas, ejercidas por otros grupos terroristas. Por ello, y es necesario subrayarlo, el Memorial aborda también la victimación generada por ese otro terrorismo, igualmente sanguinario, como el de los GAL, BVE, GAE, CAA, Grapo... finalizando un recorrido diacrónico impecable con el último fenómeno terrorista que nos ha afectado muy gravemente, el terrorismo yihadista.

También en las unidades didácticas, a emplear por el profesorado y alumnado visitantes, se contemplan y denuncian las actuaciones reprobables y asesinatos generados desde el 'bunker' durante la Transición; los cometidos por grupos como la Triple A o los de la extrema derecha, como la masacre de Atocha. Se recoge, analiza y deslegitima todo terrorismo y, por lo tanto, se unen como víctimas inocentes, quienes lo sufrieron, pues como Xabier Etxeberria ha reivindicado tantas veces los derechos humanos son universales, no se pueden compartimentar.

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Y es que es este concepto de universalidad el que construye las columnas, nervios y terceletes que resultan claves de bóveda de esa «tracería de la memoria». Así, estar trabajando en una organización feminista a favor de los derechos de la mujer agredida por la violencia machista no significa que no se esté en contra de la violencia terrorista. Que se dediquen esfuerzos a trabajar contra el racismo no significa que no se esté también en contra del 'bullying' o del ciberacoso. Que me posicione contra las agresiones a personas LGTBI no significa que olvide las torturas en una comisaría. Y que se recoja el horror producido por el terrorismo no significa no empatizar con otros muchos horrores.

Repito que es absolutamente inconcebible que alguien que trabaje en el ámbito de los derechos humanos pueda ser capaz de respetarlos desde la óptica de su ámbito de actuación y acepte su violación desde otros ámbitos distintos. Lo realmente importante es que exista un lugar compartido que se encuentra en el rechazo general a toda conculcación de derechos, aunque dediquemos nuestro esfuerzo, sin invalidar ningún otro, al análisis y comprensión de uno de ellos: en este caso al fenómeno del terrorismo.

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La lección democrática que se puede obtener al salir de una visita a este centro no puede ser otra que la deslegitimación de todo terrorismo, algo todavía hoy tristemente necesario, pues, como nos recordaba Jesús Casquete (Tecnos, 2009), «debemos hacer frente a un pasado oscuro en cuanto al patrón de los derechos humanos, pues nos hemos visto en esa tesitura frente a comunidades inciviles amparadas por dosis apreciables de legitimación social expresadas en rituales de exaltación».

Lo único que no puede tener cabida en esta «tracería de la memoria» es el relato glorificado de los victimarios, ya que ese peligro sería letal. Decía Primo Levi: «He sido una víctima inocente y no he sido un asesino: sé que ha habido asesinos y que confundirlos con sus víctimas es una enfermedad moral, un remilgo estético o una siniestra señal de complicidad, y, sobre todo, es un servicio precioso que se rinde (deseado o no) a quienes niegan la verdad».

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