El discurso de Navidad del presidente de la Generalitat de Catalunya, Pere Aragonès, anunciando su propósito de avanzar hacia la celebración de un nuevo referéndum de independencia para su comunidad nos pone en el punto de salida de todo el proceso de tensión entre catalanes ... y de estos con el resto de los españoles que concluyó con la aplicación del artículo 155 de la Constitución en el año 2017.
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El anuncio de Aragonès conduce nuevamente a un enfrentamiento de posiciones encontradas por cuanto el independentismo catalán busca una solución de fractura que no encuentra acomodo en una grandísima parte de Cataluña y en una gran mayoría de los españoles.
Así, cuando Pedro Sánchez, y con él otros portavoces socialistas, apelan a que la situación que se ha conseguido con decisiones como la supresión del delito de sedición y del de malversación, y el compromiso de establecer una mesa de negociación en la que se trate el proceso rupturista que incorpore los objetivos a los que aspiran los independentistas, ha servido para estar mejor que en octubre de 2017, no se corresponde con lo que verdaderamente está sucediendo.
La realidad es que el punto en el que el 'procés' y las pretensiones rupturistas descabalgaron y dejaron en evidencia sus debilidades fue después de que, una vez que habían perpetrado el referéndum ilegal, se reconvino la situación mediante unas nuevas elecciones, convocadas por el Gobierno de España, en las que el nacionalismo independentista rebajó no solo el tono sino también el fondo de sus pretensiones, habiéndose reincorporado, de ese modo, a la obligada legalidad.
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La situación catalana que asumió Sánchez como presidente no debió de ser la peor cuando fueron los partidos catalanes quienes lo elevaron a presidente, pese al apoyo del PSOE a todas las medidas que descompusieron el 'procés'. Logró su respaldo en lo que él calificó como un compromiso por la gobernabilidad de España, y eso cuando aún la sedición y la malversación eran delitos que seguían su procedimiento judicial en aquel momento.
Así, cabe decir que el punto con el que ha de compararse la situación actual no es con octubre de 2017 sino con primavera de 2018, cuando el proceso independentista había descarrilado estrepitosamente. Y, en ese caso, la situación que vivimos ahora no es mejor. El debilitamiento del Estado procurado por el Partido Socialista con la indudable felicidad de socios como Bildu, ERC y otras formaciones independentistas no parece que esté llevando a una normalización de la estructura política en vigor, sino a un reforzamiento de las posiciones que dieron lugar al 'procés'.
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Tal vez Sánchez creyó que la debilidad de convicciones de los nacionalistas catalanes era semejante a la suya propia y que con estas decisiones habrían cambiado de sentimientos, de objetivos y de procedimientos. Pero no es así. Los nacionalistas catalanes han demostrado siempre una gran tenacidad. Una tenacidad inversamente proporcional a la que Sánchez ha mostrado por sus propias palabras cuando se comprometía a no indultarlos, a endurecer la legislación contra la rebelión y, en definitiva, a no hacer recaer la estabilidad del Estado sobre partidos antisistema.
Por tanto, el punto al que está llevando Pedro Sánchez la política catalana no es más favorable que el que él cita como momento crítico de las relaciones, octubre de 2017, sino el punto de origen que concluyó en aquel momento: la promesa de Zapatero de aceptar cualquier estatuto que se presentara por el Parlament en las Cortes españolas.
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La desleal trayectoria de Pedro Sánchez con sus propios compromisos políticos anima a pensar que lo que hay detrás de esta estrategia no es el propósito de incorporar al independentismo al concierto constitucional. Más bien parece que Sánchez aspira a garantizarse su apoyo tras unos comicios en los que el Partido Socialista requerirá de decenas de diputados adicionales para sumar mayoría. Tal como vaticinan todas las encuestas, Podemos no va a poder y Sumar no va a sumar. La izquierda a la izquierda del PSOE se revela inane, enmarañada en contradicciones, cautiva de sus imposturas y enfrentada en un duelo de soberbias que va a concurrir al Congreso con un grupo tan magro como insuficiente para aportar mayorías.
Ahí es donde los grupos del independentismo catalán, tan importantes en esta legislatura, se revelarán como piezas básicas, fundacionales de un nuevo Gobierno socialista. No solo imprescindibles, como ya lo han sido durante estos años, sino promotores de la política española durante los siguientes. Obviamente, en los términos en los que Pere Aragonès se expresó en su discurso de Navidad y por el sendero que Pedro Sánchez está construyendo para que esto pueda ser así.
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