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Resulta difícil no caer en la retórica de la intransigencia que desarrolló Albert Hirschman en su famoso libro. Sin embargo, en ocasiones puede ser interesante apuntar las consecuencias no deseadas de fenómenos que no siempre van en la línea de las conquistas civilizatorias que se ... anuncian. Durante el siglo XXI se ha confirmado una idea que ya se atisbaba cuando la democracia como proceso deliberativo comenzó a decaer a propósito de la globalización: nos encontramos en la edad de los derechos (Bobbio), el tiempo en el que el fin de la historia se cifra en la consecución de cada vez mayor soberanía individual para que los ciudadanos vivan -o mueran- más cómodamente.
La épica acompañó a la reciente aprobación por el Congreso de los Diputados del dictamen sobre la ley orgánica de la eutanasia. La celebración tenía el marchamo de la ampliación de la libertad, aunque estemos ante una muy compleja prestación que tiene que realizar un tercero. No debió sorprendernos tampoco que la épica descartara el posible debate en el Senado para una mejora técnica de la ley o una ampliación del necesario consenso cuando abordamos asuntos bioéticos. La eutanasia es, a riesgo de caer antipático, otro ejemplo de cómo los derechos se han transformado en demandas de consumo del supermercado político que ofrecen los programas electorales de los partidos.
El debate sobre el suicidio asistido ha ido desde hace más de dos décadas en la misma dirección. Necesitamos la muerte digna porque hay vidas indignas. ¿Quién podría oponerse a esta forma de presentar el problema? No me malinterpreten; llegado el momento, agradeceré el poder usar la norma para evitar cualquier tipo de sufrimiento terminal. Ello no me impide reconocer que muchos de los nuevos derechos que se vienen reivindicando se discuten a partir de un lenguaje y un aparato conceptual que apela a la emotividad, lo que en ocasiones degrada el proceso político de toma de decisiones. En tiempos de redes sociales, me temo que este fenómeno es inevitable y requerirá un aprendizaje para corregir las patologías que afectan a la esfera pública.
Reconozcamos, volviendo a la eutanasia, que algo ha cambiado profundamente para que el Estado se sitúe como agente central de la gestión no solo de nuestro nacimiento, sino también de nuestra propia muerte. Con ánimo descriptivo diría que con la eutanasia el círculo biopolítico que anunciara Foucault se cierra. Y ello se hace, nótese, sin reformar el artículo 15 de la Constitución, utilizando la vía legislativa; bien podría haber sido por vía jurisdiccional, como ha ocurrido en países como Canadá o Alemania. Pero los derechos fundamentales, consensuados y llevados a la Constitución, se presentaron desde las revoluciones liberales como algo más que un mero programa de actuación o límite de los poderes públicos. Eran mecanismos de integración de la comunidad política.
Al situarlos en la órbita legislativa y jurisdiccional, los derechos dejan de ser fundamentales y pasan a formar parte de la lucha partidista. En España lo vivimos previamente con el matrimonio homosexual o el aborto. Estamos ante batallas culturales infinitas porque nos esperan sucesivos niveles aún por reconocer (derecho a la gestación subrogada, derecho a la ciudad, derecho a la energía) y nuevas categorías de sujetos cuyos contornos distan de estar jurídicamente claros (la madre tierra, los animales, los habitantes de la España vacía). Pablo de Lora ha destacado que podríamos estar ante el declive de los valores de dignidad y autodeterminación y la emergencia de una nueva ética de la vulnerabilidad que esconde pretensiones condescendientes. Podría añadirse, además, que el desplazamiento de la Constitución como sede natural de los derechos reduce las garantías de estos y, sobre todo, contrarresta su enraizamiento social.
Porque cuando los derechos se transforman en meras demandas individuales o colectivas lo que se hace es 'psicologizar' la política. Recordemos el famoso derecho a decidir: la petición misma de los independentistas se entendía como algo justo y legítimo. La creencia de que todo el mundo tiene derechos por ser solicitados lleva consigo la pérdida del sentido de la responsabilidad, pues se piensa que las demandas no tienen consecuencias, ni en el terreno social, ni el político, ni en el económico. Pero las tienen: los nuevos modelos de familia que se propician afectan a la natalidad, la acumulación de prestaciones reduce la calidad de viejos derechos y la secesión altera las posibilidades de redistribución de la riqueza.
El resultado final de este supermercado de demandas es un poder público capaz de legitimarse solo por lo que ofrece y no por crear unas condiciones óptimas para que los individuos desarrollen libremente su personalidad. Ya lo anunció Forsthoff hace más seis décadas: tras el éxtasis desarrollista del Estado del Bienestar, vendrá la crisis y el estado de excepción económico. Así llevamos más de una década.
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