Leía recientemente que los suicidios se han disparado en el último año en Euskadi: 187 personas se quitaron la vida, un 27,2% más que en 2019. La noticia no me sorprendió. Hablando con psicólogos y psiquiatras sobre el asunto, me advirtieron de lo que ... está pasando. Decía Juan Ramón Jiménez: «La soledad llevo dentro, torre de ciegas ventanas». Esa metáfora aposicional de la soledad, de la incomunicación, identificándola con una torre llena de ventanas por donde antes entraba el sol y ahora están cegadas, atrancadas, siempre me ha impactado.

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Con la pandemia hemos mirado frente a frente los ojos blancos de la soledad y el desamparo. Nosotros, que nos habíamos creído el cuento de que vivíamos en un poderoso primer mundo, que la vieja Europa podía con todo, que nuestros gobernantes gobernaban y cuidaban del ciudadano, que nuestra sanidad funcionaba, al primer guantazo nos hemos visto desnudos, indefensos y huérfanos de amigos, de amores, de vida buena. La soledad acompañó a los enfermos que murieron en residencias y hospitales. La soledad se hizo fuerte entre los que ya vivían solos. Pero también entre los que vivían acompañados, porque las calles, las ciudades, el mundo se quedaron vacíos; los únicos que paseaban tan campantes eran la muerte, la enfermedad, el paro y la precariedad. Los jóvenes y los niños también sufrieron el zarpazo viendo a los adultos desconcertados y asustados. Y es que el futuro pintaba, y no sé qué decir de ahora, muy feo.

Hemos vivido y aún estamos viviendo una pesadilla real como la vida misma; una pesadilla de verdad, no un sueño del que se puede despertar, y eso pasa factura. Aquel 14 de marzo, cuando llegó el encierro, el escenario que nos rodeaba era agobiante y sin horizonte. La enfermedad, el descontrol, el miedo se habían aliado formando un ejército potente, terrorífico. Y entonces empezó la función, porque aquel ejército venía armado de enormes catapultas cargadas con lupas gigantes, que, para ser más dañinas, habían sido personalizadas a la medida de nuestros miedos y de nuestros fantasmas particulares. Y así como cuando estamos contentos o enamorados cantamos bajo la lluvia y las gotas de agua se transforman en fulgurantes estrellas o en brillantes chispitas de sol, la lupa esa nos empezó a enseñar una imagen agigantada de todo aquello que nos entristece y asusta, nos regaló la visión de un infierno con nuestro nombre en la puerta y un cuervo, idéntico al de Edgard Allan Poe, que no paraba de cantar «nunca más».

Ayuda compartir las malas experiencias con quienes también las han vivido

Sí, la pandemia está pasando factura. La depresión, la ansiedad, la angustia y el miedo a que nada vuelva a ser como antes hacen que todos sintamos vértigo. Por eso creo que es muy importante saber que no somos los únicos que estamos sufriendo esas consecuencias; que quien más, quien menos, lo está pasando mal. Y que por eso es bueno airear nuestros sentimientos negativos, verbalizarlos, contarlos y compartirlos con la gente sin que nos dé vergüenza; no solo para ayudarnos a nosotros mismos, sino también para ayudar a los demás a salir de la torre de ciegas ventanas donde pueden estar encerrados.

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Porque la sensación de «todo me va mal y me irá mal para siempre jamás» se puede combatir, se debe combatir con el apoyo de los otros y el apoyo de la razón, que en este tipo de situaciones se suele quedar tonta de remate. Compartir esas malas experiencias con los que también las han vivido hará que podamos desdramatizar nuestra situación y espabilar a la razón, entonces aprenderemos a abrir los cajones de los problemas uno a uno, como decía Napoleón, sin aturullarnos, sin bloquearnos, tomándonos un tiempo para volver a planificar el futuro y coger fuerzas para salir adelante, para empezar a abrir las ventanas ciegas.

Sé que todo eso es muy bonito de decir y muy difícil de hacer, pero como «no hay que desdeñar consejo que es confesión», que decía Antonio Machado, tengan los oídos atentos a los que ya han pasado por el mismo trance. Puede ayudarles mucho. Les aseguro que a mí me ha ayudado.

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