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Justo cuando se cumple el centenario de la marcha sobre Roma, Xi Jinping está dando en China los últimos toques para establecer un perfecto régimen totalitario. Paradójicamente era en la estructura del Partido Comunista donde quedaban algunos obstáculos, por la herencia del principio de dirección ... colectiva, con los topes de edad y de reelección para el secretario general del PCCh. Ahora Xi los ha levantado, dando cumplimiento una vez más a la máxima vigente desde la República romana: un poder sin límites temporales es la base necesaria de una dictadura. Nada ha impedido que los 2.300 delegados en el Congreso del partido, designados por él, aclamen su designación como líder eterno del partido-Estado comunista chino.
Xi Jinping ha llevado a cabo una obra maestra de construcción del totalitarismo, reuniendo materiales de distinta procedencia. Uno de ellos, cuya operatividad tardaron los comunistas chinos en reconocer, fue el principio confuciano de disciplina social. Mao se vanagloriaba de haber matado a más sabios confucianos que el primer emperador y Confucio siguió siendo tabú por mucho tiempo. Su tumba había sido destruida durante la Revolución cultural. Hasta 2004 no se fundó el primero de los institutos Confucio, hoy piezas clave de la propaganda cultural del Estado, sembradora de sinólogos y observatorios con mensajes edulcorantes. La preferencia de Xi, una sociedad obediente y activa, frugal bajo la dirección omnímoda del Gobierno, responde estrictamente al ideal confuciano. Como acaba de recordar Rubén Amón, «no hay religión más propicia al engranaje de una dictadura que aquella que sacraliza la casta a la que perteneces, el peldaño en la pirámide que ocupas y el principio de la subordinación al Estado».
El nuevo timonel insiste en el enlace con el pasado mediante el concepto de «rejuvenecimiento». Eso significa que es preciso activar la citada obediencia, impregnando de las ideas del Estado a todos los ciudadanos y de paso eliminar al disidente. Es la esencia del totalitarismo llevada al extremo, que por lo demás enlaza con el orden de represión generalizada y ritualizada que era propio de la China imperial. Las ideas de libertad individual y de derechos humanos no tenían allí la menor cabida. En su versión actual, todas las conductas, públicas y privadas, deben quedar bajo vigilancia estatal, sometidas a eventuales sanciones, y el pensamiento del líder supremo debe ser transmitido por vía digital a todos. Democracia y pluralismo son las dos caras de un caos social que el Estado se encarga en todo momento de suprimir, aplicando esta eliminación desde el sojuzgamiento de Hong Kong al trato de la pandemia con el 'cero covid'.
El rejuvenecimiento afecta de modo directo al nacionalismo expansivo de la China de hoy, recuperando el ideal de grandeza de la China clásica. Sirve para reforzar la cohesión social y para fundamentar los objetivos imperialistas del día, tanto en el mantenimiento de la sujeción de Tíbet como en la reconquista del mar de China a efectos económicos y militares. Ese pasado de China es un mito intocable, y por eso Taiwáan ha de ser sometida a reunificación, sin importar que su unión política con el continente solo durase cuatro años, de 1945 a 1949, desde la conquista japonesa de la isla a fines del siglo XIX.
El mito del renacimiento opera también en el orden internacional, en cuanto proyección del extraordinario éxito económico logrado por el país desde el último cuarto del siglo XX. En apariencia ajeno a los males del imperialismo capitalista, el nuevo imperialismo chino, bajo la hermosa etiqueta de 'ruta de la seda', reproduce sus rasgos negativos en cuanto a uso de las inversiones como instrumentos del propio poder, por encima de todo humanismo. Hasta aquí todo encaja con el sueño de Deng Xiaoping. La diferencia ahora es que la expansión económica se traduce en un diseño mundial de hegemonía, con las inevitables connotaciones de recurso a la guerra para satisfacer unas aspiraciones nacionales, juzgadas siempre de antemano como legítimas.
Por este resquicio vuelve al presente el principio de la superioridad nacional china esgrimido por Mao Zedong, de quien Xi fue víctima y es discípulo, hasta en el restablecimiento del culto de la personalidad. China es un ejemplo para el mundo, frente al hegemonismo occidental, y debe realizar la 'translatio imperii' que propuso Mao frente a los modelos americano y soviético. El capitalismo de Estado chino conjuga lo positivo de ambos sistemas -crecimiento económico privado bajo el Estado y monopolio de poder del Partido Comunista- y bajo un orden totalitario cumplirá la misión imperialista diseñada por Xi. Con el disfraz del multilateralismo y la ayuda de Putin.
Una estampa popular china de algo parecido al infierno mostraba al diablo como un mandarín que presidía una sala de mandarines menores, perfectamente ordenados, similar a la que hoy ofrece el Congreso del PCCh, solo que sin el rojo ni la hoz y el martillo. Los condenados esperaban fuera.
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