Quizá el verano pueda ser, también, un tiempo para la reflexión, para pensar en lo atemporal, liberándose de la inmediatez de la noticia. Es lo que presento en estas líneas, resumen de la primera parte de mi intervención, el día 19, en los Cursos de ... Verano de la UPV/EHU, en el que dirige Javier Urra, sobre 'El silencio sin aditivos'. El título de mi intervención es 'El silencio y lo sagrado, entre otros silencios'. Aquí me detendré en diferentes modalidades del silencio, pues la reflexión del silencio y lo sagrado exige texto propio.

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El silencio introspectivo es el silencio fuera de nosotros que buscamos y llegamos a exigir para poder introducirnos en nuestro yo más profundo mediante el ejercicio de la meditación. Es un silencio que exige recogimiento, un tiempo de descanso del ajetreo cotidiano con el propósito de reencontrarnos y renovarnos.

El silencio en relación con la escucha, el silencio interior que está del lado de la escucha del otro. Tiene que haber un silencio interior para poder escuchar al otro, aprehendiendo lo que realmente quiere decir. Es un silencio poco frecuentado. Es una situación que podemos encontrar en muchos 'debates' en los parlamentos, donde no se escucha al otro, sino que, en la 'no-escucha', se piensa en la réplica.

Como corolario cabe decir que el silencio es también la condición de la relación. Para que haya una relación tenemos que poder hacer el silencio interior. Pero este silencio interior significa que estamos en lo relativo, es decir, escuchamos al otro como el discurso de un sujeto que nos habla, nos interpela, en un nivel de horizontalidad, donde todos estamos al mismo nivel. Aunque no siempre es así. Por ejemplo, cuando estamos en una relación de autoridad, y no digamos de poder.

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Así llegamos al mutismo como otra variante del silencio. O estamos atrincherados en una fortaleza interior que nos impide o desaconseja comunicarnos con el otro, o nos encerramos en un silencio que significa: «No quiero decirle nada al otro». A menudo, el mutismo es una forma de silencio que puede ser libremente adoptado, o forzado, en el caso de una relación jerárquica.

El silencio que los antropólogos llaman 'comunidad tácita'. Es el hecho de que las parejas no se hablen apenas, sobre todo cuando llevan muchos años juntos. A menudo las únicas palabras que se intercambian se limitan a «pásame la sal», porque no saben comunicarse y todo se desarrolla al nivel de los actos de la vida cotidiana, de su repetición, como si todo hubiera ya sido dicho.

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El silencio es siempre, como el habla, una categoría del sujeto. El de las estrellas no es silencio

El otro silencio. Escribe mi amigo Arnoldo Liberman: «Era el día de la partida, en el patio de la gran sinagoga que servía de lugar de agrupamiento. Locos de rabia, los nazis corrían en todas direcciones dando alaridos y golpeaban a los hombres, mujeres y niños, no tanto para hacerles daño como para quebrar su silencio. Pero la multitud guardaba silencio. Ni un grito. Ni un gemido. Nunca se había conocido un silencio semejante. Ni un suspiro. Ni una queja. Ni siquiera los niños lloraban. El silencio perfecto del último acto. Los judíos hacían mutis. Para siempre». ¿Es necesario insistir en que el otro silencio es Auschwitz?

De una forma no tan trágica, y más cotidiana, cabe hablar también de la muerte como el silencio absoluto. Rendir el alma es perder la posibilidad tanto del habla como del silencio, ya que el silencio es correlativo del habla. El muerto no guarda silencio. Está en el vacío, como sea que lo llamemos. Pero el silencio es siempre, como el habla, una categoría del sujeto. El silencio de las estrellas no es silencio.

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Pues un sujeto se construye con palabras y con silencios, que se concluye con la muerte. Pero, entretanto, también tenemos el silencio angustioso: cuando uno se entrega al otro, al decirle «te quiero». Es un riesgo, una aventura. Los que hemos vivido la experiencia del enamoramiento y hemos dado el paso de declararlo a la persona amada sabemos de la angustia en la espera de la respuesta.

En fin, hay un silencio ante lo que es difícil de expresar. Es un silencio de vergüenza para decir cosas difíciles que la psique humana, en un principio de autodefensa, envía al ámbito del subconsciente, a menudo, inconsciente. Tiene que ver con lo que Paul Ricoeur denomina «las trampas de la memoria», cuando se refiere a la memoria reprimida, memoria que hace que distorsionemos la memoria de lo sucedido para quedarnos con lo que nos satisface y ocultemos y tratemos de olvidar lo que nos denigra o nos avergüenza de nuestro comportamiento, actitud o valores del ayer. Pero, sin memoria, las injusticias pasadas dejan de ser injusticias pues dejan de existir. Sin memoria nos quedamos sin identidad. El sujeto se vuelve amnésico. Sin memoria la racionalidad sucumbe. Por eso la memoria es la única jurisprudencia posible, la que impide olvidar lo que no debe ser olvidado. La que es capaz de oír el silencio de los muertos y recordarlos para que no mueran por segunda vez. Pues es exteriorizando como podemos conjurar el efecto que puede llegar a ser un terror interior. Es, por eso, el efecto benéfico de una confesión, una declaración a otro de algo que nos pesaba en la conciencia y que nos impedía la serenidad de espíritu y descerrajar la verdad.

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Y de aquí podemos transitar al 'silencio y lo sagrado'. Pero será, quizá, en otra ocasión.

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