Lo que siento es rabia, impotencia, desconcierto y también siento miedo. La guerra empezó siendo cosa de otros, estaba lejos, y ahora también es cosa nuestra.
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Mientras el Gobierno corretea de un lado al otro como pollo sin cabeza y los saharauis lloran en el ... desierto, el aliento sofocante del viento sur de las penurias económicas y sus secuaces, la angustia y la desesperanza nos sopla en la nuca aunque estemos en primavera. Y todo por culpa de los sueños imperiales de un tirano de mierda, megalómano y cruel.
La guerra, sí, la guerra, paladeo esa palabra de metal, es gris y reluciente, brilla con fulgores de fuegos fatuos e ilumina un cuadro retorcido del Bosco lleno de edificios destruidos, noches siniestramente engalanadas con el color de los 'parties' del infierno y atravesadas por largas colas de mujeres, ancianos y niños intentando huir. A su lado, destacan las caras de los hombres y de las mujeres que luchan contra un enemigo gigante, todos ellos son gente como nosotros, que, de un día para otro, se han quedado sin nada.
No, la guerra no está allí lejos, la guerra y su séquito de miserias se van extendiendo como una mancha de aceite y nos están atrapando a lametadas de su lengua larga y pegajosa de lagarto raro, vienen a por nuestra vida buena. Cuando pienso y siento todo eso, me atropella la ira y me consuelo pensando que igual tenemos suerte y alguien encuentra el escondrijo de Putin y le machaca hasta hacerle desaparecer.
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Mis tripas, entonces, se ponen contentas, les gusta verme así descontrolada y loca de odio, y vienen a ayudarme con mensajes que justifican lo que estoy pensando. Me quedo con uno. Bernardo de Claraval, padre de la Orden de Los Pobres Caballeros de Cristo, de los Templarios, decía que, si se mata a un malhechor o a un hereje, no se comete homicidio porque no se mata a un hombre, se mata a un malo; se trata, pues, de un «malicidio»; es decir, se hace un bien a la Humanidad. Putin es un malo de esos. La idea me resulta estimulante, me da ánimos y me siento bien, sí, el espectáculo del horror exige venganza ante lo que estamos viviendo.
Luego, no sé de dónde, sale una voz y me dice que no esté tan segura de que matando a Putin se mate a todos los Putin que andan por ahí sueltos, que el problema no es tan simple. Entonces me hundo y me da por pensar que lo que nos ocurre forma parte de una maldición bíblica. Hace dos años sufrimos la pandemia, de la que casi ya no hablamos aunque sigue ahí, ahora están aquí la guerra y el hambre. Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis galopan por el mundo. Primero llegó el Caballo bayo, amarillento y pálido como la muerte, era la Muerte, trajo la pandemia. Después el Caballo rojo como la sangre, era la Guerra, y, por fin, el Caballo negro como el horizonte de un famélico, era el Hambre.
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Pero hay un cuarto caballo, el misterioso Caballo blanco como la espuma del mar, que algunos dicen que es la Esperanza, el Bien, y decido que voy a apostar por él, que tenemos que apostar por él y abrirle paso para que se ponga a la cabeza de los otros y, al final, gane la partida.
Tanto el Zinemaldia, dirigido por José Luis Rebordinos, como la Quincena Musical de San Sebastián, dirigida por Patrick Alfaya, han decidido no vetar a cineastas y a artistas rusos -«No podemos hacer responsable a la ciudadanía de un país de las decisiones que toman sus gobiernos»-, y creo que ese es el camino que nos puede llevar a un futuro con esperanza, el odio es de color rojo, amarillento y negro, solo conduce a la destrucción, a la nada. En fin, todo eso es lo que siento, es lo que pienso.
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El poema número 57 de 'Cancionero y Romancero de Ausencias', que Miguel Hernández escribió en la cárcel de Alicante, suele venir a ratos a hacerme compañía y me calienta el corazón. «Tristes guerras si no es amor la empresa. Tristes, tristes. Tristes armas si no son las palabras. Tristes, tristes. Tristes hombres si no mueren de amores. Tristes, tristes».
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