Y aquello fue empeorando y empeorando… Hasta ahora». Así describe la trayectoria de Israel, donde emigró de niño, Daniel Barenboim. Era entonces, añade, «otra cosa radicalmente distinta a lo que se ha vuelto». Resume así el músico una deriva recurrente. «Empezó como un lazo… y ... acabó como un lío», ataja El Roto en una viñeta el cronicón del 'procés'. «'Señor Ruiseñor' satiriza el proceso independentista catalán. ¿Derivará en tragedia?», le preguntan a Ramon Fontserè, director de Els Joglars. «Los nacionalismos siempre han acabado en tragedia», concluye. El politólogo Fernando Vallespín compendia: «Los dos elementos más corrosivos para las democracias son las políticas identitarias y el sectarismo partidista».
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Se toma aquí la metáfora de la entropía para designar los desarreglos que provoca la acción de un complejo ideológico particular; en este caso, el nacionalismo o, por mor de la precisión, buena parte de sus expresiones. La evocación de la historia del siglo XX debería ser argumento suficiente para avalar las observaciones citadas. Pero no parece que estemos sacando las lecciones pertinentes de ello. Por eso, el interés de esta columna no reside en desautorizar un repertorio conceptual particular sino, desde el supuesto de que nadie está vacunado contra las patologías del tribalismo, en tratar de ilustrar los motivos de su poder de seducción, pese a su negro legado. Aquí está la pregunta crucial de la sociología política, la de por qué siguen los seguidores. Los motivos son múltiples y están imbricados; se comienza por abordar dos de los órdenes afectados, el intelectual y el moral.
El esquema identitario es el más económico por su simplicidad mental y moral: establece un paisaje a la vez binario y maniqueo. Es por ello la receta más atractiva en tiempos de incertidumbre. Porque, además de despejar las brumas, asegura una recompensa inmediata: la solidaridad de los vecinos de la tribu.Y este ligamen se sobrepone a los criterios normativos. Lo anticiparon los teóricos de las masas, lo demostraron los psicólogos sociales y lo resume el premio Nobel Daniel Kahneman: «Las personas pueden mantener una fe inquebrantable en una afirmación, por absurda que sea, cuando se sienten respaldadas por una comunidad de creyentes con su misma mentalidad».
El efecto grupo crea un espacio gravitacional y polarizado, que monopoliza las valencias positivas y externaliza sobre el exogrupo las negativas. Hay, afirma el sociólogo Robert Merton, una «alquimia moral mediante la cual el intragrupo trasmuta fácilmente la virtud en vicio y el vicio en virtud según lo pida la ocasión». Quiere decirse que la lealtad se convierte en el criterio moral supremo. Una pintada, aparecida cuando ETA anunció su desactivación, transluce la solidaridad tribal: «Muchas gracias, soldados vascos, muchas gracias ETA». Allí está la justificación suprema de la devoción patriótica. Compartida por los nacionalismos en su fase caliente: «como a los arcángeles, Dios le habrá concedido la facultad de matar con el corazón puro», leemos en 'Memorias de un fascista español'.
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El fin justifica los medios, hasta los santifica, convirtiendo en héroes a los perpetradores. Es la culminación del reflejo tribal. Lo formuló magistralmente Goering: «Es fácil inducir a la gente a seguir la voz del líder. Basta con decirle que está siendo atacada y denunciar a los pacifistas por falta de patriotismo». Solo un cambio de clave y reconocemos los compases de la «unión sacrée».
La alquimia moral comporta la neutralización del pensamiento racional; es la raíz del legado oscuro de la gramática identitaria, del fanatismo al racismo como expresión enconada de la superstición, según anticipó Goya. Por eso los productos más representativos del género se encuentran en los relatos fundacionales. Son legión. A mediados del siglo XVII, Curzio Inghirami 'descubrió' los Scarith de Scornello, unos documentos en etrusco que mostraban la antigüedad y supremacía de la identidad toscana. Un siglo más tarde repite la invención, con el añadido de un ventrílocuo escocés del siglo III, Thomas Chatterton; tuvo gran influencia en la literatura romántica.
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La última versión son los grafitos de Iruña-Veleia. Al respecto, la sentencia 44/2020 del Juzgado de lo Penal número 1 de Vitoria constata delitos continuados de estafa y falsedad documental en los dos principales responsables de un proyecto con notables colusiones, que había recibido subvenciones públicas y organizado un congreso internacional, a la postre, para validar las falsificaciones.
Las actas incluían entre sus conclusiones esta: «Los grafitos han demostrado que el euskera ha sido una lengua estable([…) (suponen) un avance importantísimo en el estudio del euskera antiguo y no debemos tener miedo a tener que cambiar algunos conceptos que hasta ahora se han impartido en nuestras universidades». Con independencia de su falsedad, los promotores hacían valer una propiedad inherente a los productos identitarios: su performatividad. Deducían recomendaciones prácticas de una premisa simbólica amañada e insuflaban en la psicología colectiva una nueva dosis de irredentismo emocional.
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