El secreto de lo imposible
Comer carne humana fue el paso natural de la gran decisión de los jóvenes del avión estrellado en los Andes hace 50 años: sobrevivir
teresa cobo
Domingo, 14 de agosto 2022, 00:09
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teresa cobo
Domingo, 14 de agosto 2022, 00:09
Yustedes, de estar en nuestra situación, qué habrían hecho?». Esa fue la réplica de Pedro Algorta a las preguntas de los periodistas que lo presionaban para que confesara el secreto de un milagro del que este año se cumple medio siglo. El estudiante de Economía ... fue uno de los 'resucitados' de la tragedia aérea de los Andes. La decisión más valiente y difícil que tomaron en el 'infierno blanco' fue la de sobrevivir. Comer carne humana fue la consecuencia natural. No había otra manera.
El 13 de octubre de 1972, un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya con rumbo a Santiago de Chile se estrelló con 45 personas a bordo. En aquel vuelo viajaban jugadores del club de rugby Old Christians, acompañados de familiares y amigos. El aparato chocó contra un pico de la cordillera andina, cayó montaña abajo y se rompió. La parte principal del fuselaje se deslizó por la nieve con violentas sacudidas hasta quedar varada en un glaciar inhóspito y casi inaccesible, un paraje bello y aterrador, helado y sin vida.
Once pasajeros y tripulantes murieron en el acto. Los heridos más graves fallecieron en las jornadas inmediatas, sin alivio a sus dolores. El botiquín estaba en la cola de la nave, desplazada a cinco kilómetros del cuerpo central. Otros sobrevivientes perecieron de gangrena e infecciones y en incursiones temerarias en busca de ayuda. Se encontraban a casi 4.000 metros de altitud y algunas noches las temperaturas descendían a cuarenta grados bajo cero.
El 29 de octubre, un alud sepultó al grupo cuando se hallaba refugiado en el armazón del FAU 571. Solo dos deportistas quedaron exentos y sacaron a los que pudieron. Ocho murieron asfixiados; entre ellos, Gustavo Nicolich. Él los había animado y convencido de que saldrían de allí por sus propios medios después de que oyeran en un transistor que los equipos de salvamento ya no los buscaban. Reunieron y fabricaron pertrechos. El 12 de diciembre, Nando Parrado, estudiante de Arquitectura de 23 años que dejaba allí a su madre y a su hermana muertas, y Roberto Canessa, estudiante de Medicina a punto de cumplir los 20, emprendieron una penosa e incierta ruta que duró diez días, hasta que divisaron al otro lado de un río al arriero chileno Sergio Catalán. Gracias al aviso que dio el lugareño, se organizó el rescate.
La noticia de que dieciséis de los desaparecidos seguían vivos 72 días después del accidente tuvo un impacto apabullante. La fortaleza física y psíquica, la organización y disciplina, la madurez acelerada, el ingenio agudizado, la fe compartida, la descongelación de nieve para beber, el racionamiento de los escasos alimentos recuperados del avión... Todo fue necesario, pero no era suficiente para explicar lo 'imposible'. Faltaba un dato. Los periodistas apretaron y los titulares dieron un giro: «Se comieron los cadáveres de los compañeros muertos». Los «héroes» de los Andes pasaron a ser los «antropófagos», «necrófagos» y «caníbales» de los Andes.
Numa Turcatti, la última víctima, murió de inanición, con 25 kilos de peso, por negarse a probar carne humana. «¿Ustedes qué habrían hecho?». La pregunta de Algorta resultaba perturbadora, sobre todo para los que entonces éramos niños. Era inútil tratar de ponerse en el pellejo de los vivos sin estar en sus circunstancias. Fue más fácil responder desde la piel de los muertos. Me parecía muy bien que cualquiera de mis familiares y amigos, incluidos mi perro y mi gato, me comieran para salvarse.
Los supervivientes obtuvieron la «comprensión» y «aprobación» de la Iglesia, la prensa, la Judicatura, la clase médica; con algunas excepciones, como la del agorero doctor Flórez Tascón: «Quedarán apartados de la civilización porque no son aptos de vivir cuando han prescindido de toda regla de la cultura. La sociedad los apartará como si fueran leprosos, aunque no los condene». La sociedad no solo los absolvió, sino que los admiró y todavía hoy los escucha y los lee para aprender de ellos. Como dice Canessa, «todos tenemos nuestra cordillera que subir».
Hace medio siglo no estaban extendidos los trasplantes. Ahora, con el constante trasiego de vísceras de donantes muertos a receptores vivos, chocaría quizás menos la decisión que tomaron. Algunos tuvieron ocasión, antes de fallecer, de dar a sus compañeros el consentimiento para que se nutrieran de su cuerpo. Las madres de las víctimas crearon una fundación que incorporó a sus objetivos el fomento de la donación de órganos.
Uno de los que regresaron, Antonio Zerbino, afirmaba años más tarde: «Todo aquello me enseñó que lo imposible no existe y que el único milagro es el hombre. Nadie iba a rescatarnos. Lo natural era morir. Allí era fácil, solo tenías que quedarte quieto. Para vivir había que luchar y hacer lo que hiciera falta, sin excusas». Ellos eligieron vivir y sin los muertos no lo habrían logrado.
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