Días antes del debate televisado entre los candidatos que precedió a las elecciones de 2019, un ministro me telefoneó para celebrar una entrevista centrada en Podemos. Compartía yo la idea de Pedro Sánchez sobre Pablo Iglesias en el sentido de que con este último en ... el Gobierno ni él ni los demócratas de izquierda podríamos dormir tranquilos. Al consumarse la alianza poselectoral, mi anfitrión arguyó: «¡No hubo más remedio!».
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Lo que no esperábamos algunos era que Sánchez no solo igualase el maniqueísmo y el discurso de descalificación habituales en Iglesias, sino que llevara la beligerancia desde el Gobierno hasta el punto de cerrar incluso la última rendija de convivencia democrática con tal de imponerse. Acabamos de verlo en un tema de importancia decisiva como es la eliminación del delito de sedición. Horas antes, en TVE solo se habló del incidente con Irene Montero y nada de la sedición. En la prensa leal, un coro de voces fieles ya fue preparando el terreno con aquella mentira de que en otros países se castigaba menos la sedición. Nada de informar y abrirse al debate, como en tales medios sucedía en los tiempos de Felipe González e incluso de Zapatero.
En el Congreso, la tramitación como proyecto de ley es eludida para que los ciudadanos no se enteren de qué significa su supresión; se forma, además, una amalgama con los Presupuestos y temas fiscales en una sola sesión interminable a fin de emborronar más, y el debate recortado sobre la 'exsedición' se hace a una hora en que las cadenas oficiales hablan de música. Con alevosía y nocturnidad, diría un viejo maestro. La conclusión es obvia: un tema trascendental es sustraído a las reglas elementales del debate democrático y reemplazado por la manipulación del procedimiento por el Gobierno. Y democracia es medio para alcanzar decisiones, no para convalidar como sea las de un Gobierno.
Aplastamiento de la amplia opinión social opuesta a la medida, y por sorpresa, y en plena votación del Congreso, puesta en escena de un ritual de unidad que eliminaba cualquier autonomía en la conciencia política de los diputados socialistas. Un penoso 'prietas las filas', del todo ajeno a los usos de la socialdemocracia. Amén de humillar al partido de oposición, que jugó su carta dentro de un estricto respeto al Reglamento.
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El control estricto desde la dirección se dio en el PSOE por obra y gracia de Alfonso Guerra, ahora convertido en estatua del comendador, como Felipe González, mientras Don Juan impone su mando absoluto. La consecuencia ha sido el total empobrecimiento de la vida política interna. Hoy el principio guerrista de que 'quien se mueve no sale en la foto' se convierte en que 'si no me obedeces, eres expulsado a las tinieblas exteriores'.
Todo ello, a pesar de que la socialdemocracia debe conservar un papel importante en una sociedad tan sometida a tensiones económicas y políticas como la española, donde por muchas medidas demagógicas que se adopten, esa «clase media y trabajadora» de Sánchez sigue de perdedora. Pero la solución no reside en aprobar lo que sea, con tal de que lo exija la amalgama de socios con Unidas Podemos y ERC a su cabeza. El asidero principal es ERC, opción suicida a medio plazo. Salvo que el objetivo sea que el PSC gane las elecciones en una Catalunya ya independiente.
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A la vista de la debilidad comprobada del PP, nuestro líder acaudillado puede seguir adelante. La factura para el socialismo democrático se pagará más tarde. Y para un régimen ya en la división B de las democracias híbridas.
Pedro Sánchez descubre las cartas de su juego. Ha decidido jugárselo todo a la carta catalana, mientras aun en su desunión el independentismo mantiene el objetivo de la autodeterminación para la independencia. Y Sánchez va de cabeza a hacerlo realidad a cambio de votos. Ahora y en 2023, vía artículo 92 de la Constitución o con cualquier otro fraude de ley. Kelsen sobra. Para ello era imprescindible suprimir toda defensa jurídica del Estado, ya erosionada en los 90, al requerir en el Código Penal el uso de la violencia para que hubiese rebelión.
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Ahora es imitado el esperpéntico dictamen del tribunal de Schleswig-Holstein que comparó la declaración de independencia catalana con una manifestación airada en contra de la construcción de un aeropuerto. Ese esperpento ya lo tenemos aquí convertido en ley. Sustituir el delito de sedición por el de «desórdenes públicos graves» es peor que un absurdo, es un sarcasmo.
En suma, una torticera maniobra legal, impulsada por los independentistas y sancionada por el Gobierno, elimina toda barrera a la destrucción de un Estado democrático. Ya estamos 'desjudicializados'. Pedro Sánchez no actuó como enemigo de la derecha, sino del Estado constitucional. La oposición rotunda a tal disparate, en especial por parte de los demócratas socialistas, interpela hoy a todo ciudadano sensible a la libertad que recobramos en 1978.
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