Putin ofrece la nacionalidad rusa para los habitantes de ciertas ciudades ucranianas ocupadas. De no aceptarla en el tiempo prescrito deberán abandonar sus domicilios por ... la fuerza, como si la guerra no los estuviese obligando ya. Es una curiosa manera de rusificar esos territorios asaltados por un Ejército que se ha encontrado con una resistencia inesperada y un apoyo internacional bastante unánime. Los territorios fronterizos acostumbran a cambiar de bandera, como es el caso de Alsacia y Lorena. Quien ha ganado la última contienda bélica se apropia un territorio cuyos habitantes acostumbran a ser bilingües y disfrutan de ambas tradiciones culturales.
Danzig fue parte de Prusia durante siglo y medio, pasando a ser ciudad autónoma tras el Tratado de Versalles desde 1920. En 1939 Hitler la reclamó como parte de Alemania, tras haber conseguido anexionar a su Austria natal y la región de los Sudetes, puesto que sus habitantes hablaban alemán. Tras la Conferencia de Potsdam se transfiere a Polonia y se llama Gdansk, con la consiguiente migración obligatoria de ciudadanos alemanes y, a la inversa, de polacos que debían abandonar localidades conquistadas por la Unión Soviética.
Desde 1925 hasta 1961 Volgogrado, la capital del Volga, llevó el nombre de Stalingrado. No cabe descartar que a Putin le interese revertir esa onomástica, puesto que le interesa reivindicar la figura de Stalin, presentándolo como invicto campeón de la Segunda Guerra Mundial y salvador de la patria rusa, justamente por contener al ejercito nazi en la célebre batalla de Stalingrado. Entre 1924 y 1991 San Petersburgo, la capital del imperio ruso construida bajo Pedro el Grande, fue conocida como Leningrado, la patria chica de Putin, por cierto. La historia se impuso en la denominación de ambas ciudades rusas que durante muchos años rindieron honores con sus nombres transitorios al leninismo y al estalinismo.
Sin embargo, la que durante mucho tiempo fue capital de Prusia Oriental, cuando fue anexionada por el Ejército soviético en 1946, dejó de llamarse Königsberg, como se apodaba desde su fundación en el siglo XIII, para denominarse Kaliningrado, nombre de toda la región que coincide además casualmente con el apellido del fundador de la Unión Soviética, Michael Kalinin. Resulta llamativo que aquí no se impongan las consideraciones históricas.
En abril de 2024 se cumplirán trescientos años del nacimiento de Kant, conocido mundialmente como 'el filósofo de Königsberg' e ilustre defensor ilustrado del cosmopolitismo, esa perspectiva político-moral que nos hace sentirnos ciudadanos del mundo además de pertenecer a uno u otro territorio voluntariamente o por nacimiento con arreglo a circunstancias harto contingentes. Hace relativamente poco asistimos a un pintoresco debate donde un general ruso descalificaba la propuesta de poner su nombre, Immanuel Kant, al aeropuerto de Kaliningrado. Sus argumentos era que sus obras eran muy difíciles y no las leía nadie.
Para colmo de males lo consideraba un traidor a la patria rusa por ser prusiano (sic). Sólo le faltó aducir que la obra kantiana se publicaba con letra gótica, como era usual hacerlo en Alemania desde que se inventó la imprenta. Los nacionalsocialistas, por cierto, aclamaron este tipo de letra como la genuinamente germana, hasta que cambiaron de opinión y la consideraron una tradición judía que no debía contaminar al pueblo ario, fuera este quien fuese para el enloquecido imaginario nazi.
A mi juicio sería fantástico que se promoviera una moción internacional para que Kaliningrado pudiera llamarse 'Kantsburgo' en homenaje al autor de 'Hacia la paz perpetua' y su imperativo ético-político del no más categórico a las guerras. Esa propuesta tendría una norme relevancia desde un punto de vista simbólico, aunque no se atendiera en términos políticos. En realidad, bastaría con que diversas organizaciones internacionales con los países que quisieran adherirse promovieran declararla durante 2024 como 'ciudad cultural cosmopolita' y se auspiciaran coloquios en torno a la paz mundial, reivindicando la mejor aportación del pensamiento kantiano a nuestro común acervo cultural.
Porque Kant no es únicamente un pensador prusiano ni tan siquiera europeo. Su obra es un patrimonio cultural de la Humanidad. Cedámosle la palabra por un momento: «La idea de un derecho cosmopolita no resulta una representación fantasiosa ni extravagante, sino un complemento necesario del código no escrito del Derecho político y del derecho de gentes para con los derechos públicos de la Humanidad en general, de suerte que solo bajo esta condición cabe aproximarse continuamente hacia la paz perpetua» (Immanuel Kant, 'Hacia la paz perpetua: Un diseño filosófico').
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