El mismo dictamen internacional que reconoció en su momento a Israel como un Estado en tierras de Palestina explicitaba que debía coexistir con otro en pie de igualdad compartiendo el mismo terrario. Solo un tercio de la población era judía entonces, pero esa proporción demográfica ... había de dar un vuelco. Tras el Holocausto perpetrado por los nazis, los judíos tenían, gracias a esta resolución de la ONU, un lugar donde asentarse. Era inevitable que no fueran bien recibidos por sus vecinos y eso provoca sucesivas guerras en la región que Israel gana con el auxilio de Estados Unidos, como nos recuerda por ejemplo la reciente película sobre Golda Meir con un ritmo trepidante.
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Cuando se habla de una tierra prometida, invocando la Biblia del Antiguo Testamento cual título de propiedad, este solo tiene validez entre los beneficiarios más convencidos, tal como vino a suceder con el espacio vital (Lebesraum) de Hitler. La raza superior creía tener derecho a invadir y colonizar los territorios del Este porque así lo decidía la espuria supremacía propugnada por el nazismo. Salvando las distancias que se quieran, los colonos usurpan siempre tierras conflictivas y pisan terreno peligroso al asentarse por la fuerza. Estas invasiones pueden hacerse a pequeña o gran escala, pero no dejan de ser incursiones conflictivas ya se trate del Descubrimiento de América, la Conquista del Oeste o cualesquiera otras. Al margen de lo que digan las explicaciones históricas, no hay lugar para una justificación ética de la venganza.
El jefe del Gobierno israelí ha conseguido que casi nos olvidemos de los rehenes apresados e incluso del colectivo torturado por unos execrables terroristas hace meses. Las imágenes de niños y civiles indefensos masacrados por un poderoso Ejército cada día se superponen sobre cualquier otra. Ningún derecho a la legítima defensa justifica una barbarie de semejante calibre. Clama desde luego al cielo intentar justificarlo a toda costa, pretendiendo convertir en defensor del terrorismo a cualquiera que ose denunciar tamaña salvajada, como hacen quienes acampan en los recintos universitarios o las autoridades de ciertos organismos internacionales. Por esa regla de tres, los actuales agredidos podrían aducir que deben defenderse igualmente atacando a sus agresores y así hasta el infinito sin solución de continuidad, en una espiral cada vez más violenta.
En este contexto, España, coordinadamente con Noruega e Irlanda, da en reconocer oficialmente al Estado palestino. Pese a ver esto con buenos ojos desde hace lustros, la oposición política española se rasga las vestiduras para pescar votos en río revuelto e Israel parodia esa decisión con unos vídeos que son sencillamente incalificables en términos diplomáticos. Es obvio que para entablar cualquier negociación ambas partes deben tener un estatus parecido de partida, puesto que de lo contrario estará viciada desde un principio. A estas alturas ya son casi un centenar y medio de países los que reconocen a Palestina como Estado. Israel debería celebrar tener un interlocutor válido, que reste de la ecuación a cualesquiera otros actores.
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Las convenciones internacionales no deben cumplirse o acatarse solo cuando convienen. También han de respetarse cuando te ponen contra las cuerdas. Ahora mismo Netanyahu puede ser detenido en más de un lugar. Allí donde se reconoce al Tribunal Internacional de La Haya que ha dictado esa orden. Sus circunstancias personales le hacen huir hacia delante como un animal herido que no puede buscar un refugio. Paradójicamente, ha conseguido poner las cosas en su sitio y vencer las reticencias iniciales, al demostrar contundentemente que las antiguas víctimas no pueden oficiar sin más como victimarios con patente de corso y sin rendir cuentas.
Hay que poner entre paréntesis las cuestiones religiosas y los contextos políticos para favorecer la convivencia en Oriente Próximo. Persia se convirtió en Irán, las guerra del Golfo e Irak han devastado los países colindantes y la zona es un auténtico polvorín donde no cabe jugar con fuego. No se trata de dar a Israel un respaldo mayor o menor, como si fuera el festival de Eurovision. Se impone arrimar el hombro para favorecer un diálogo entre iguales que genere cierto clima de confianza. La tarea no es fácil, pero merece la pena intentarlo porque ya sabemos lo que da de sí identificar la tierra prometida con el espacio vital.
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Reconocer al Estado de Palestina es un paso en la buena dirección. Sin ser una panacea, cuando menos aporta ciertas condiciones de posibilidad para entablar un imprescindible dialogo entre vecinos condenados a entenderse, porque lo contrario los hace aniquilarse mutuamente. El expediente de la tierra prometida no debe servir como coartada para monopolizar un espacio vital habitado por dos pueblos.
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