La situación política vasca está al pilpil. Tras la escisión que dio lugar a EA, por primera vez (más allá del voluntarismo militante) asistimos a la posibilidad de una alternativa al PNV, que ha venido gobernando, en general desde la centralidad, a partir de la ... constitución del primer Parlamento vasco, año 1980. (El periodo de Patxi López como lehendakari no sirve como contrapunto, ya que la prohibición de participar electoralmente al mundo de HB hizo que la situación, más allá de su legalidad, fuera socialmente falseada).
Hasta ahora, 44 años después de las primeras elecciones al Parlamento vasco, la cuestión no era quién iba a ganar, sino por cuánto y con quién formar Gobierno.
Hoy hay partido, al menos desde la aritmética parlamentaria: teniendo en cuenta el probable resultado, la posibilidad de una coalición de izquierdas, articulada en torno a Bildu, que apoye un Gobierno unitario es una realidad. El Parlamento vasco que va a constituirse a partir de las elecciones del próximo 21 de abril tendrá dos características: la mayoría será de izquierdas, y otra mayoría, diferente, será nacionalista. Como esta segunda mayoría se viene repitiendo desde 1980, no me detengo a analizarla.
La posibilidad de cambio ante el auge (demoscópico y social) que absorbe prácticamente todo el desmoronamiento de la izquierda a la izquierda del PSE, de Podemos y su mundo referencial (recuerden ustedes que en 2016 Podemos ganó las elecciones generales en Euskadi, seis escaños, y que todavía en 2019 obtuvo tres), unido a las muestras de fatiga del PNV, tan claramente manifestadas en las municipales y forales de mayo de 2023, es evidente.
Ocurre que el Gobierno vasco no depende solo de los números. Según eso, siendo inevitable la victoria de la izquierda (socialistas, Bildu, otras izquierdas...) no habría nada que discutir. Ocurre que, en nuestro pequeño país, la relación izquierda-derecha no es solo una cuestión ideológica. Las trayectorias de cada formación y sus comportamientos en cada momento histórico son decisivas y, además, son muy recientes.
Y, en mi opinión, falta algo esencial: Bildu podrá aspirar a articular una mayoría cuando rompa políticamente con su pasado. Políticamente, no personalmente, cada cual es como es, tiene su trayectoria militante y sus compromisos.
Y mira que Bildu lo ha hecho bien en los últimos tiempos. Ha sabido mantener y aumentar el interés por la acción sociopolítica en todo el espacio que el PNV, por un lado, y Podemos, por otro, han ido dejando libre, no solo en la juventud, que desde luego, sino en todos los grupos de edad.
Ocurre que mucha gente de mi generación tenemos un obstáculo insalvable, que es lo que podríamos llamar 'el componente ético'. No podemos apoyar a Bildu. No nos olvidamos de la pesadilla etarra, del sufrimiento padecido. Y esa convicción se refuerza cuando leemos en la prensa vasca informaciones como la declaración de la Fundación Buesa, que el pasado mes de febrero reprochó a Bildu su «ambigüedad» y reclamó al entorno radical «que dijera que matar, secuestrar, torturar, amenazar y extorsionar estuvo mal y no debió haber sucedido nunca».
Ya sé que a generaciones posteriores a la nuestra lo que fue la actividad etarra, el terrorismo, no les plantea ningún problema: lo vivieron poco o casi nada. Para ellos no tiene importancia, pertenece a un pasado al que no quieren dar más vueltas.
Pero nosotros no. Y como el voto es muy personal, nuestra propia experiencia vital es decisiva. No nos bastan caras nuevas, retiradas de los veteranos, programas políticos atractivos y perspectivas ilusionantes.
Es necesario colocarse nítidamente en el campo de la democracia, no solo en la actividad política contemporánea, sino también en la reflexión sobre la propia trayectoria. Colocar, críticamente, el pasado en el lugar que le corresponde resulta imprescindible para poder ser colegas, para pactar, avanzar, establecer objetivos compartidos, más allá de sus legítimas aspiraciones soberanistas.
Hoy no. No han roto, en la reflexión, con el pasado. No con mi voto.
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