Meter la pata resulta fácil. Así lo podemos observar en la redacción del artículo 66 del proyecto de Ley de Educación del País Vasco que regula la enseñanza de las lenguas oficiales y extranjeras, separando sus objetivos del resto de objetivos curriculares y vinculándolos a ... niveles y «subniveles» de lo que erróneamente denomina Marco Unificado de Referencia Europeo de las Lenguas, en lugar de su nombre oficial definido por el Consejo de Europa: Marco Común Europeo de Referencia para las Lenguas (Common European Framework of Reference for Languages en el original en inglés).
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Equivocaciones nominales aparte, el error fundamental del proyecto estriba en situar a distintos niveles de dicho marco como objetivos «mínimos» a obtener por todo el alumnado en Educación Primaria y Educación Secundaria Obligatoria, tanto en el conocimiento de las lenguas oficiales como en la lengua extranjera. Y es un error porque, como el propio MCER afirma con claridad, «el marco común europeo de referencia no tiene el cometido de establecer los objetivos que deberían proponerse los usuarios ni los métodos que tendrían que emplear». Utilizarlo de esta manera demuestra no haber entendido su función.
Desde 2001, el Consejo de Europa recuerda que este marco «es una herramienta destinada a facilitar proyectos de reforma educativa y no una herramienta de estandarización». Y en su última revisión, de 2018, profundizando en su reflexión, enfatiza la total eliminación de ese concepto idealizado de hablante nativo o nativa que subyace en nuestra política lingüística y se expresa con más fuerza si cabe estos últimos años, y que tanto daño está haciendo a nuestros estudiantes, a sus rendimientos y a los resultados del sistema.
En primer lugar, porque nuestro alumnado, sea cual sea su origen, no tiene ningún nativo ni real ni imaginado al que deba parecerse. Una imagen desacertada y obsoleta que el marco descalifica repetidamente. En segundo lugar, porque cada vez más el reto estriba en precisar con mayor sentido lo que las personas necesitamos ser capaces de hacer mediante la lengua; y ello obliga a pensar en perfiles diferenciados, lo que, efectivamente, no es materia de ley, sino de desarrollo curricular. Pero, en tercer lugar, porque así establecido resultaría a todas luces una demanda irreal, excesiva y discriminadora.
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En ese formato burdo de niveles utilizado por el proyecto de ley, ¿cuánto euskara se pediría a un estudiante de ESO si la redacción alcanzara la condición de texto legal? Pues nada menos que lo mismo que hasta el curso pasado pedíamos de conocimiento de inglés a su profesor de Inglés. Y no solo en esta etapa de Enseñanza Secundaria. A cualquier estudiante se le exigiría acreditar al finalizar la Educación Primaria el mismo nivel de euskara que hoy lo acredita quien supera la ESO con al menos un 50% de su tiempo total estudiando en dicha lengua. Es decir, adelantaríamos cuatro años los requerimientos de euskara a todo el alumnado sin excepción.
Quienes han errado tan claramente con esta formulación quizás desconocían los datos. Pero resulta fácil saber cuántos estudiantes alcanzarían, así formulados de manera tan basta, esos niveles de euskara B1 y B2 que plantea el proyecto de ley, ya que se han hecho pruebas al respecto. El resultado positivo solo estaría al alcance de un tercio del alumnado, que lo lograría no por su trabajo, sino por su origen vascohablante o por contar con un alto nivel socioeconómico (y no siempre en este caso). Por lo tanto, más de dos terceras partes de nuestro alumnado se quedarían en el camino, con el estigma, y ya veríamos si algo más, de no alcanzar el nivel requerido en el proyecto de ley.
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¿Cómo rectificar? Recuperando una reflexión sensata y profunda, formulada por un grupo plural de personas reconocidas por su vasquismo, alcanzada en 2008 en primer lugar en el Consejo Asesor del Euskara y que se trasladó posteriormente al propio Parlamento vasco, con un solitario voto en contra. Una reflexión que reconoce que no cabe pedir al alumnado la misma capacitación independientemente del contexto: «Deberemos aceptar que los objetivos lingüísticos generales mínimos establecidos para todos sean asequibles y que los resultados lingüísticos de los diferentes centros docentes sean distintos, por encima de la mínima general, según su ubicación» ('Bases para la política lingüística de principios del siglo XXI', página 36).
Hay muchos intereses empeñados en falsear esta cuestión y líderes políticos que mienten con total impunidad para confundirnos e introducir un elemento de desestabilización permanente del sistema educativo. Y es verdad que el arte de la enmienda no es tan abundante como el del yerro; exige conocimiento para apreciar el error y su magnitud, coraje para asumir el fallo e inteligencia para resolverlo. A veces, precisa incluso algo de imaginación, aunque no sea en el caso que nos ocupa. Aquí basta con recuperar lo expuesto en aquella ponencia que seguro que recuerda el consejero de Educación.
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