Si hay algo llamativamente descaminado en el alboroto político y mediático provocado por la visita del rey emérito a España lo es la postura adoptada por los representantes políticos de la derecha conservadora ante el suceso. Consistente, en esencia, en proclamar que Juan Carlos tiene ... el mismo derecho que cualquier otro ciudadano a pisar suelo patrio y, además, que si la izquierda le ataca por no haberse disculpado de sus bribonadas no es en realidad tanto por ellas mismas como porque quiere destruir la Monarquía como forma política del Estado. Mala táctica y peor estrategia esta clase de argumentos.

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Empecemos por el último. Cierto que los ataques de la izquierda y los nacionalistas a Juan Carlos no disimulan apenas que lo que en realidad se combate es la Monarquía misma como institución. Pero no menos cierto que la derecha incurre en un simétrico desenfoque cuando, para defender a la Monarquía, defiende a quien fue su titular de la responsabilidad que le incumbe por sus actos. En ambos casos se está incurriendo en el mismo grosero dislate: el de tomar la parte por el todo y confundir a la persona con la institución. Dislate especialmente grave en el caso de los conservadores, precisamente porque debilita aquello que se defiende: si para salvar la Monarquía hay que aceptar impávidamente las conductas desviadas de su titular, sean las que sean, poco futuro popular puede augurársele a la institución.

Argumentar que el emérito es un ciudadano español más que, como todos, está amparado por la libertad de circulación y domicilio mientras no esté sujeto a restricciones judiciales es tanto como desconocer la esencia de la Monarquía. Que consiste, precisamente, en el hecho de que el rey no es como todos los demás ciudadanos, sino que es un caso único y que, precisamente en esa singularidad ligada con la historia nebulosa reside su magia y su carisma. Juan Carlos nunca ha sido ni es «el ciudadano Borbón». El día en que a un monarca se le vea como uno más será el comienzo del fin de esa Monarquía. Pero ser un caso único en la imaginación colectiva de una nación (o pretender que pase como tal) entraña precisamente que los parámetros de comportamiento exigibles a ese mortal son también únicos. Que van mucho más allá de lo que diga el Código Penal y superan los terrenos propios de la ética para entrar en los de la estética. La Monarquía se funda en lo anómalo, es así de sencillo, y no en el anonimato del monarca. Si se pretende en serio que se vea al rey como a un ciudadano más, la cuestión que inevitablemente se sigue de ello es la de: y entonces, ¿por qué él y no otro cualquiera?

Puede ser que, de tanto pretender democratizar a la Monarquía, la derecha se olvide de su necesidad básica de carisma. Y, desde luego, se olvida además de que si Juan Carlos no está procesado es precisamente porque no es ni era uno más, sino porque era inviolable por ser monarca. De nuevo, un mal argumento que se vuelve contra su propio pretendido fundamento.

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En el fondo, más allá de argumentos y tácticas coyunturales, ocurre algo que tiene un sentido estratégico: la Monarquía comenzará a hundirse en España en el momento en que sea patrimonializada por una opción política concreta; en este caso, la conservadora y de derecha. La Monarquía precisa imperiosamente de ser sostenida por parte al menos de la opinión y las fuerzas políticas de centro e izquierda, de lo contrario quedará como un adorno prescindible porque dejará de encarnar imaginativamente la unidad nacional. El apoyo del PSOE es para Felipe VI una condición de posibilidad de transmitir la corona a Leonor, y el Partido Popular debería ser muy consciente de ello si quiere actuar con inteligencia para lograr sus propios deseos. Lo cual requiere probablemente de dos tipos de comportamiento. Uno, el de no intentar zaherir a los socialistas con la acusación de un supuesto desafecto hacia el Rey, reproche cuyo riesgo es el de que de verdad se convierta en algo real. Otro, el de adoptar una actitud crítica y exigente para con Juan Carlos, sobre todo ante su reciente exhibición borboneadora de «¿y qué pasa?».

Y es que esta misma conducta desgarrada del rey emérito ha permitido sin proponérselo un replanteamiento de la cuestión Monarquía/República de una manera políticamente nueva y más productiva. La alternativa se ha enriquecido con opciones más matizadas, de manera que hoy puede sonar como la opción de «un rey como Juan Carlos o un rey como Felipe», desplazando del imaginario de lo deseable a la opción descarnadamente republicana(s). Valdría la pena que las derechas le den una pensada al asunto, ¿no?

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