China es ya una economía de ingresos medios altos. El PIB per cápita ascendió el pasado año a 10.516,6 dólares. Pero la segunda economía del mundo ocupa el puesto 85 de 189 en el Índice de Desarrollo Humano. Su esperanza de vida (77, ... 3 años frente a los 67,8 de 1981) o su tasa de alfabetización (96,8%) es alta. Hace unos meses acaba de anunciar la erradicación de la pobreza extrema. Sin embargo, la desigualdad es muy elevada y la brecha entre el campo y la ciudad y entre unas regiones y otras sigue siendo considerable.
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La búsqueda del crecimiento rápido, la máxima eficacia económica y el desprecio de la justicia social condujeron a niveles de desigualdad superlativos: en 1978, al inicio de la reforma, el índice Gini -que mide ese indicador- era de 0,16, mientras que en la China de Xi Jinping, en 2017 ascendía a 0,46, con el pico máximo en el 0,49 en 2008. Sin duda, el denguismo infravaloró las consecuencias de aquellas políticas económicas orientadas al crecimiento a toda velocidad del PIB que, si bien logró la sorprendente transformación de China -38ª potencia del mundo en 1978 y segunda desde 2011-, convirtió el país en uno de los más desiguales del planeta.
En los últimos lustros, la evolución ha sido errática. En la primera década del nuevo siglo, la «sociedad armoniosa» se planteó como ideal y lo social mejoró su consideración. Pero el rumbo positivo no se ha podido mantener. En 2015, por ejemplo, ya en plena vigencia del xiísmo, el índice Gini ascendía a 0,462, pasando a 0,465 en 2016 y 0,467 en 2017. Ello a pesar de mantenerse la retórica oficial de compromiso con la reducción de las desigualdades.
Las décadas de liberalización económica han generado una enorme riqueza y creado una clase media de 340 millones de personas que ganan entre 15.000 y 75.000 dólares anuales. Se prevé que ese número se afiance en los 500 millones en 2025. Asimismo, a finales del pasado ejercicio China contaba con 5,28 millones de «millonarios» con una riqueza familiar superior a un millón de dólares. Según un informe de Crédit Suisse, el 1% más rico de los chinos poseía el 30,6% de la riqueza del país, frente al 20,9% de hace dos décadas. No es extraño, por tanto, que se demande un correctivo atendiendo a consideraciones socioeconómicas, políticas e ideológicas.
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El origen de la expresión «prosperidad común» se remonta a 1953, en un contexto marcado por la colectivización y ligado, por tanto, a la propiedad colectiva y a la puesta en común de los recursos disponibles. El enfoque actual se desmarca de todo aquello y también matiza el enfoque denguista. En el replanteamiento que supuso la reforma y la apertura a partir de 1978, se avaló la idea de que «ciertas regiones y grupos de personas se enriquecieran primero». El debate sobre la prosperidad común y el enriquecerse primero estuvo presente en la agenda china a finales de los años setenta sobre la base de una superación progresiva de las restricciones del pasado igualitarista, considerado «empobrecedor».
La formulación abanderada ahora incluye la generación de condiciones más inclusivas y justas para que la sociedad tenga acceso a una mejor educación y amplíe sus capacidades de desarrollo, así como la facilitación de un entorno económico que ofrezca oportunidades para que más personas se enriquezcan. También contempla la definición de un sistema de políticas públicas y un mecanismo de distribución razonable que beneficien a todos, faciliten el bienestar social y garanticen la satisfacción de las necesidades básicas.
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Y restricciones. El nuevo enfoque también promueve, por ejemplo, una «regulación más estricta de los salarios altos». El mensaje a los grupos y empresas con altos márgenes de beneficio es que deben devolver más a la sociedad, estableciendo que la prioridad ahora es la «prosperidad para todos». Tencent, una empresa de referencia, no perdió el tiempo y anunció un plan para duplicar su fondo dedicado a causas sociales, al que destinó 50.000 millones de yuanes adicionales, más de 7.000 millones de dólares. Alibaba ha hecho lo propio. Y otras les seguirán. Este enfoque más social coincide con la presión regulatoria y anticorrupción contra algunos de los empresarios más ricos.
China quiere acelerar la transición en el modelo económico del país con el objetivo de lograr una mayor preponderancia del sector de los servicios y el consumo en detrimento de las exportaciones y la construcción de obras públicas. Para ello, es indispensable y urgente abordar la desigualdad en la distribución de la riqueza y la protección social en un contexto de aceptación de cierta disparidad.
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Las nuevas orientaciones reafirman la autoridad del Partido Comunista y embridan las expectativas del sector privado, claramente sujeto a las previsiones de la política general implementada por el Estado sobre la base de la primacía de los valores sociales sobre los comerciales. Esto implica que las empresas privadas chinas deberán incrementar sus objetivos sociales en una dinámica ascendente que, probablemente, tanto en su dimensión teórico-conceptual como práctica se dilucidará en el futuro.
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