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Acabada la cumbre del clima en Glasgow, quedan para el recuerdo un pacto de mínimos y algunas imágenes contradictorias habidas entre los medios y los fines que perseguía la conferencia. Entre los acuerdos, un documento por el que los países se comprometen, sin obligarse, a ... reducir el uso del carbón, combustible fósil al que se considera primer causante del calentamiento global. Respecto a las contradicciones, no ha pasado inadvertida la movilidad no sostenible de muchos de los asistentes.

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Se estima en 400 los 'jets' privados que volaron hasta Glasgow para transportar a algún hombre ilustre y a la corte que lo acompaña. Entre ellos, personajes comprometidos en la lucha verbal contra la crisis climática como Bill Gates, autor de 'Cómo evitar el desastre del clima', que acostumbra a emplear, en cada caso, el medio de locomoción que más contamine en kilómetros por pasajero y que en esta ocasión viajó a bordo de su 'Bombardier BD-700'. Hay que considerar que para coger el avión hubo de bajarse primero del 'Atessa IV', el megayate en el que acababa de celebrar su 66 cumpleaños y en el que embarca a bordo de su helicóptero particular. Bill Gates tiene 23 garajes para guardar la flota de automóviles con la que se desplaza de sus naves marinas a sus naves aéreas.

Joe Biden también creyó que su presencia en la cumbre era imprescindible y acudió a bordo del 'Air Force One' para echar una cabezadita en el plenario mientras escuchaba uno de los discursos que habían escogido para su agenda. El británico Boris Johnson también usó el avión para regresar de Glasgow a Londres, una distancia de 666 kilómetros que realizada por vía aérea representa 5,5 toneladas de CO2 emitidas a la atmósfera. Si la hubiera recorrido en un tren de pasajeros habría sido 591 veces menor.

Los mandatarios, las delegaciones políticas de distinto orden, los empresarios de la causa verde, las agencias por el clima y los consultores han alcanzado la suma de 30.000 acreditados, cifra que se repite anualmente para convencer a los habitantes del planeta de la necesidad de una conducta sostenible.

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No es la única contradicción. En el programa alternativo se han reunido otros 8.000 activistas por el clima capitaneados por Greta Thunberg para exigir medidas inmediatas para parar el calentamiento global. Dos cosas han hecho populares los jóvenes rebeldes en esta cita: la canción que dice «You can shove your climate crisis up your arse» y el lema «bla, bla, bla» para referirse a los discursos de la cumbre. En efecto, toda esa gente se ha reunido para prohibir poco y los activistas querían que se hubiera debido prohibir mucho más. Creen que la reducción de la emisión de gases de efecto invernadero debe de ser mucho más severa y que muchas actividades ordinarias de la sociedad de consumo debieran de reducirse o eliminarse, empezando por los coches de combustión, para los que piden un inmediato achatarramiento.

El grito progresista pide prohibiciones. La reducción de emisiones requiere acuerdos por el clima que consisten en prohibir, en impedir, en restringir, pero no como una opción personal, en la que al parecer no confían, sino en una prohibición global. Quieren acabar con el «bla, bla, bla», que se basa en la búsqueda de hábitos sostenibles y en conductas de consumo eficientes. Lo que quieren es actuar de verdad, prohibiendo, que es como se hacen las cosas importantes.

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No es extraño que apuesten por la prohibición. La juventud occidental, la que está más sensibilizada con la sostenibilidad del planeta, está acostumbrada a disponer de calefacción en invierno y aire acondicionado en verano. Son jóvenes que disfrutan de sus vacaciones en playas que están a cientos o miles de kilómetros de sus casas y que ya han viajado a París para visitar Disneyland y han montado repetidas veces en el 'Dragon Kahn' de Port Aventura. Visten ropas de marca americana fabricada en Asia, lo que les garantiza precios asequibles que les permite cambiar de vestuario con frecuencia y reservar así dinero para poder calzar las mismas deportivas que algún astro del basket americano. Comen con frecuencia fuera de casa en restaurantes baratos que cada día arrojan a la basura toneladas de comida no consumida. Nunca hubo una juventud, una sociedad, más consumista.

En este orden de cosas, es natural que crean que para quitarse tantas comodidades haya que recurrir a la prohibición. «Prohibídnoslo ya, malditos» podría ser el lema de todos los progresistas cansados de ese «bla, bla, bla» de sostenibilidad que ya saben y comparten, pero que no están dispuestos a atender.

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Su aspiración, su grito ante los representantes políticos, es que las cumbres sobre el clima deben acordar compromisos reales, coactivos, que limiten la actividad humana. Están exigiendo, por ejemplo, que no se tolere que 30.000 personas se citen anualmente en una ciudad para hablar de la sostenibilidad del planeta y que otras 8.000 vayan a gritarles a las puertas por no prohibir nada.

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