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Todas las cadenas internacionales transmiten el funeral de la reina Isabel y miles de ciudadanos la despiden con los honores cívicos de un pueblo que cree en lo colectivo y en sus tradiciones. Pasados unos días, conviene analizar su influencia y atisbar algunas pistas para ... el futuro. Personaje histórico, tanto por su longevidad, que le permite capear dos siglos moviditos, como por representar a un imperio en horas bajas, sin un rictus de debilidad. Mientras Gorbachov, que desmontó el sistema comunista sin una bala, se nos va sin funeral de Estado, el de la reina convoca a líderes globales y devuelve a Reino Unido su aroma imperial, como poder blando. Resulta difícil entender que nuestra sociedad, que tiende a despreciar las formas, se interese tanto en la grandiosidad de los actos, como en sus menores detalles, salvo que todos nos agarremos, con cierta nostalgia, a un episodio que marca el fin de una época, el del sistema internacional creado tras la Segunda Guerra Mundial, que nos ha traído hasta aquí.
Confieso que aún me sorprende más la atención local, poco dada a estos asuntos. Quizás, llegados a este punto, surge inevitable un contraste no favorable sobre la popularidad de las dos monarquías, ambas con episodios claros y oscuros. Más allá de lo obvio, profundizar exigiría analizar muchos factores y opto por centrarme en el diferente grado de autoestima de ambas sociedades: muy alta en las islas y muy baja en la península, lo que puede tener relación con la forma de gestionar y contar la propia historia.
La realidad es que todos los imperios son criticados por sus adversarios, aunque lo atípico de nuestro caso reside en que, más allá del sano examen crítico, compremos la peor versión, para convertirnos en sus portavoces. Eso sí que es un caso único, pero tiene su lógica considerando que la educación española estudia la versión británica de la Armada Invencible, en vez de la de Cartagena de Indias, o que conozcamos más las andanzas del Capitán Cook que las de Urdaneta y Blas de Lezo, aunque, como consuelo, empezamos a conocer un poco más a Elcano.
En dos palabras, España tuvo su época de esplendor, que sus adversarios supieron combatir con la aparición de la imprenta y el eficaz uso de la leyenda negra, alimentada con el pensamiento crítico de la Escuela de Salamanca, única en la época. Su importancia se va frenando hacia 1700, con el inicio del tránsito de la monarquía de los Austrias a los Borbones y después el maldito siglo XIX ha ido cebando la bomba de una sociedad que desconoce su historia o la simplifica, confundiéndola con la propaganda de la dictadura.
Por el contrario, el gran Imperio británico se construye a partir de entonces y alcanza su apogeo con la Revolución industrial, acompañado del impulso de una prestigiosa red de empresas, instituciones y universidades. Basta pensar en la BBC. Más tarde, el dominio anglosajón de los medios y de la industria del cine han hecho el resto.
Hoy, las monarquías presentes en sociedades avanzadas deben ser ejemplares, aportar un rol de unión y fortalecer un vínculo con una comunidad de Estados. Podría ser el caso de ambos reinos. El parlamentarismo británico tuvo la inteligencia de acompañar la descolonización con la creación de la Commonwealth, mancomunidad que agrupa a países de habla inglesa con sistemas de gobierno heredados de la metrópoli. La reina difunta, que dio cuarenta veces la vuelta al mundo, le dedicó su esfuerzo y deja en manos de sus sucesores este legado, aunque algunos de los grandes de esta liga ya anuncian su salida. Dure lo que dure, seguro que los británicos, siempre prácticos, saben adaptarlo.
En nuestro caso existe una gran presencia empresarial; solo en México hay 6.000 empresas españolas y la base de una comunidad de lengua, a menudo acompañada de encontronazos diplomáticos, que surgen tras alguna declaración local altisonante basada en un relato interesado. Afortunadamente, las relaciones mercantiles y personales hacen de amortiguador. No estamos organizados para defender la mayor y, aunque estas cosas no se improvisan, nos vendría bien espabilar y trabajar un lugar de encuentro para gestionar las crecientes derivadas de una corriente que desconoce la historia y anda derribando estatuas de gente valiosa como Junípero Serra, en sitios tan cultos como Stanford. Otra vez, la comparación no nos favorece. Por el contrario, los británicos saben que, si te quitan la razón, te quitan luego el negocio y por eso cuidan su historia, sus símbolos y sus instituciones.
El azar ha hecho coincidir dos relevos en las islas: la señora Truss sucede a Boris Johnson, mientras Carlos III se convierte en rey. Ambos tienen por delante una tarea difícil, una salvar una jefatura de Gobierno no elegida en las urnas, otro a la propia monarquía, pero también a su favor, la proyección global de Reino Unido en estos días, ultimo regalo de un largo reinado de setenta años.
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