Acababa de cerrar la tapa del piano tras unos ejercicios cuando oí un farfullo de palabrejas en el pasillo y al instante los disparos. Por temor a que una bala me pudiera alcanzar, salté por mi ventana al jardín y apoyé la espalda y las ... palmas de mis manos en la fachada externa. Cuando cesaron los disparos volví a entrar con intención de perseguir al intruso, pero este ya se había ido. Solo escuché el portazo de la puerta principal. Me quedé dubitativo, al final reculé, quizá sería peligroso salir. Ya estaba hecho. No había remedio».

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A Richard Casas Fischer le habría gustado detener el tiempo antes de aquel episodio atroz. También le habría gustado detener al asesino, Pablo Gude Pego, el pistolero de los Comandos Autónomos Anticapitalistas que había profanado el hogar familiar escupiendo fuego y plomo con una pistola y un revólver, mientras en la escalera le cubría José Luis Merino Quijano, también fuertemente armado. «Somos lo que recordamos», escribe el experto en psicología de la memoria José María Ruiz Vargas en su ensayo 'La memoria y la vida' (Debate), aunque los muertos dejen un agujero que no se puede llenar.

La secuencia de aquel vil asesinato, cometido hace cuarenta años, ha pesado como una losa en la trayectoria del hijo del senador socialista Enrique Casas Vila, que fue dando tumbos por una vida en zig zag. Por fortuna, eso no le ha impedido convertirse en un acreditado médico y un reconocido pianista, que se refugia en la terapia de Rubinstein y se pierde por los pueblos de España acompañando películas del cine mudo. Lo recuerda ahora en un libro, 'Eso que llamabas paraíso' (Libros del K.O.) junto a su amigo de la infancia Francisco Uzcanga Meinecke, hijo de un empresario obligado a abandonar San Sebastián por no ceder al chantaje de la banda terrorista. Sus dieciséis apellidos vascos no le inmunizaron. Fue un desgarro. El padre de Richard perdió la vida, al padre de Francisco se la amargaron. Pero los hijos lograron trazar su propio camino.

«Cuando hayamos desaparecido, ya no habrá nadie como nosotros», escribe en una de sus obras Oliver Sacks, neurólogo y escritor británico. Richard y Francisco recogen esa cita en este delicioso libro, de gran factura literaria, para que no se pierdan sus recuerdos, para que la experiencia de sus padres y el silencio de sus familiares no se conviertan en una capitulación. También hablan de W. G. Sebald y sus libros 'Il ritorno in patria' y 'Los emigrados' (Anagrama), en el que describe un perturbador descenso al inframundo de la infancia.

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Los autores destacan que Sebald abandonó Alemania, harto de una sociedad deslumbrada por el milagro económico, sin tiempo ni ganas de asumir la responsabilidad propia ni de recordar el pasado, afanada en eliminar los rastros de la historia. «Sentía que el empobrecimiento mental y la desmemoria que marcaba a los alemanes, la eficacia con la que habían limpiado todo, me comenzaba a afectar a la cabeza y a los nervios», escribió aquel vecino de Wertach, enclavado en un valle al pie de los Alpes. Tampoco para él era un paraíso por los tiempos de la barbarie.

¿Qué hicisteis vosotros entonces?, interrogaba Sebald a su madre y a su padre, este último oficial de la Wehrmacht. No obtuvo respuesta, así es que se marchó y rastreó y escarbó en el pasado con la idea de restituirlo. No se sentía a gusto en Alemania. Richard Casas y Francisco Uzcanga no viven en el País Vasco, pero sí que han regresado a San Sebastián. Ambos se han reconciliado con la ciudad. La tristeza te acompaña toda la vida, pero no el odio. A Casas no le interesa hurgar en el rencor, pero deja claro que no puede perdonar lo imperdonable. Uzcanga ha rastreado Donostia en busca de placas y letreros, de huellas que atestiguan la violencia, y su periplo lo concluye con una frase memorable: «El reconocimiento a las víctimas sigue a veces un ritmo geológico».

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«El País Vasco es tan de Richard como mío», enfatiza el hijo del empresario obligado al destierro. Es algo que vuelven a reivindicar ahora víctimas del terrorismo como José María Urquizu Aranaga, hijo del militar José María Urquizu Goyogana, asesinado por ETA en Durango en 1980. «Los héroes, los patriotas, somos los que nos quedamos a trabajar por nuestra tierra y no los asesinos que, según mataban, huían. Los gudaris somos nosotros», escribe. Urquizu ni olvida ni perdona. Los exetarras y la izquierda abertzale no hablan de las víctimas del terrorismo, es como si no hubieran existido. Pero existen. Los saben los descerebrados que han profanado el monolito (y la tumba) de Fernando Buesa y el ertzaina Jorge Díez, convertidos en albaceas de ETA, convencidos de que todavía no han cobrado sus deudas de sangre. Por eso libros como el de Richard Casas y Francisco Uzcanga son necesarios, aunque 'el ruido' que producen sea molesto para muchos.

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