El 2 de noviembre de 1949, mañana hará 75 años, el Papa Pío XII firmó en Castelgandolfo la bula 'Quo Commodius', por la que se creaban las diócesis de Bilbao y San Sebastián, desgajándose de la de Vitoria, en la que hasta entonces estaban integrados ... los territorios eclesiásticos vascos. Podía parecer una respuesta a las necesidades pastorales de la época, que también, pero fue una iniciativa motivada por razones políticas para diluir la fuerza de una Iglesia que se enfrentaba a la dictadura y provocaba dolores y pesadillas en el Vaticano.
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El clero vasco arrastraba el estigma de los perdedores de la Guerra Civil y más de 300 sacerdotes y religiosos habían sido represaliados por el régimen franquista. Sin embargo, un núcleo importante del colectivo había plantado cara a la represión policial de aquel Estado totalitario y expresaba su posición en homilías, boletines y escritos, algunos de los cuales habían llegado hasta Roma. Pero en la sede apostólica del otro lado del Tíber se mantenía la idea de que había que seguir las directrices de Franco, «mesías y mecenas del cristianismo en España», que era paseado bajo palio como vencedor de «la Cruzada que puso fin a la persecución religiosa».
En realidad, el régimen tenía puesta la lupa desde hacía tiempo sobre el potente y poderoso seminario de Vitoria, «un batzoki» según acusaba en algunos ámbitos, que, a sus ojos, se había convertido en un vivero de nacionalistas, en «un nido de separatistas». Es verdad que la extracción de sacerdotes en aquella época se centraba en las zonas rurales y que muchos de los que tomaban los hábitos habían mamado un nacionalismo cultural. Además, las enseñanzas se habían 'nacionalizado' con asignaturas como gramática y literatura vascas, etnología y prehistoria de la mano de profesores como aita Barandiarán o Manuel Lecuona.
El centro tenía una fama que sobrepasaba sus muros, tanto por la cantidad de seminaristas (hasta 800 en algunos momentos) como por la calidad de sus formadores. La orden de Franco era que había que debilitar al seminario y domesticar al clero. El ministro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín Artajo, dio instrucciones precisas al embajador ante la Santa Sede, Joaquín Ruiz Jiménez, para conseguir la desmembración. Gaetano Cicognani era el nuncio en España y Domenico Tardini, el responsable de los Asuntos Exteriores en la Secretaría de Estado. El Vaticano, en los prolegómenos de negociar un Concordato con Madrid, accedió a la segregación.
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Ruiz Jiménez adoptaría años después posiciones democratacristianas y, perseguido por la extrema derecha, se convertiría en un referente de la oposición a la dictadura. Monseñor Tardini fue nombrado prosecretario de Estado para los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios y fue quien estampó su firma el 27 de agosto de 1953 en el Concordato que establecía las relaciones Iglesia-Estado, ya con Fernando María Castiella en la Embajada ante la Santa Sede.
El tratado ayudó a romper el aislamiento del régimen, legitimado por el aval vaticano. Sin embargo, pocos años después el propio Tardini colaboró con Juan XXIII para impulsar el Concilio Vaticano II, para disgusto de Franco, que temió el eclipse del nacionalcatolicismo, como así fue.
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La bula para la erección de las diócesis de Bilbao y San Sebastián fue ejecutada el 1 de julio de 1950 por el primer representante pontificio en España tras la Guerra Civil, Cicognani, en el que fue su último trabajo antes de concluir su misión diplomática. Faltaba el nombramiento de los tres obispos, cuyo control se había asegurado Franco. El lehendakari en el exilio, José Antonio de Aguirre, intercedió ante su amigo Roncalli, entonces nuncio en París y luego elegido Papa como Juan XXIII, para que la designación recayera en eclesiásticos 'sensibles' a la realidad vasca. El Vaticano desoyó aquella petición. El madrileño Casimiro Morcillo se convirtió en el primer obispo de Bilbao, y el catalán Jaime Font y Andreu fue enviado a San Sebastián. El aragonés Bueno Monreal tomó posesión de la diócesis de Vitoria.
Por si había alguna duda de que en aquel proceso las razones políticas estaban por encima de las pastorales, la creación del arzobispado de Pamplona vino a corroborar las sospechas. San Sebastián se encuadró en la demarcación navarra, mientras Vitoria y Bilbao quedaron integradas en la archidiócesis de Burgos.
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Con ese movimiento, el Vaticano diluyó las pretensiones de la Iglesia vasca de contar con una provincia eclesiástica propia. El ardor sociopolítico de aquella época se ha evaporado en una Iglesia sometida hoy a una galopante secularización en medio de un cambio cultural de envergadura.
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