La figura del desertor se hizo atractiva cuando la emoción heroica cambió de bando. Afectó a todos, a tirios y troyanos, a los del ardor patriótico de las naciones y a los de la guerra de clases, conforme se desarrollaba una sociedad de mentalidad postheroica, ... en la que convergían resistentes al militarismo y escapistas de cualquier compromiso personal con la defensa militar.
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La cultura hizo mella. El aura heroica del combatiente se quedó obsoleta y estúpida en las escenas del cine antibelicista y en las canciones contra la guerra. Por algo 'Imagine' se hizo rápidamente un clásico popular del pacifismo utópico. Y por algo empezó a notarse que la figura del desertor, más controvertida que la del pacifista, pasaba de ser personaje marginal de relatos antiguos a ejemplo cabal frente a la locura de la guerra.
El desertor, no obstante, todavía recogía algo de la cultura heroica, cuando su conducta, objetivamente pacifista, se elevaba a los altares de un resistencialismo ideologizado, descuidando el fondo desesperado y trágico que subyace a las experiencias de la deserción en todo tiempo y lugar. Muchos jóvenes antimilitaristas se emocionaban en los años 60 cantando 'Le déserteur', una canción de Boris Vian a modo de carta, entre pacifista e insurreccional, con la que su autor comunica al presidente que deserta porque no ha nacido «para matar a la pobre gente» y le advierte que si le persigue la Policía no tendrá armas y que puede dispararle.
También se escribieron canciones más coherentes con la cultura de paz. 'El cobarde', de Víctor Manuel, da en el clavo de lo que debe de ser la vivencia personal de la deserción, sin nombrarla, asumiéndola como cobardía, lo que convierte esa canción en una provocación corrosiva para la mentalidad heroica y belicista. Un joven que vive tranquilo en su pueblo pequeño es obligado a ir a la guerra. Cierra los ojos, dispara «al azar» («bala perdida que mata cualquier inocente con ansia de paz»). Se niega a luchar, «llegan los años de cárcel» y después el rechazo social. Tiene que irse del pueblo y esperar. En la sociedad postheroica no habría sufrido ese exilio interior. Pero en 1968 la canción soliviantaba al franquismo e inquietaba a cualquiera, mientras emocionaba a otros, especialmente a los primeros objetores de conciencia. Búsquenla en internet para comprobar qué les provoca hoy esa letra sencilla, cuando la guerra alienta deserciones en masa.
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Alrededor de 80.000 soldados ucranianos han abandonado sus destinos en lo que va de año. Estaban cansados y asustados. Ahora permanecen ocultos en algún lugar. Esperando. Desertores, según se mire. Traidores, según se odie. Son cobardes. Negarlo es el verdadero problema porque nos pone a la defensiva cuando queremos decir que son valiosos. Valiosos porque llevan dentro el miedo a la muerte, pero no la pulsión de muerte, ésa que ciega al combatiente para morir matando. Ellos no matan la esperanza. Hoy tendrán miedo al riesgo de ser perseguidos, encontrados, detenidos y maltratados o incluso asesinados por gente patriota -legal o extralegal- que los odia a muerte.
Al desertor de las guerras le caen policías, drones delatores o patrullas patrióticas. Le caen encima dos paradojas que dañan el alma como dañan las balas los cuerpos de los soldados: la paradoja del cobarde en los frentes de batalla y la paradoja de la lucha por la vida. La primera es obvia: hay que ser muy valiente para ser tan cobarde, para desertar, abandonar, bajar los brazos, objetar... La segunda es compleja: luchar por la supervivencia puede ser edificante o embrutecedor si estás en una atmósfera tan embrutecida como la de la guerra.
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La mentalidad postheroica aprecia más a un líder responsable que antepone la negociación y la paz que al mandatario irredento que envía a miles de jóvenes a morir. Dentro de ella se entiende que los soldados cobardes de Ucrania no quieran ser héroes. Huyen de héroes que los pueden matar. Si en algún momento asumieron con entereza que la lucha sería breve y que quizás morirían pronto, al paso de los meses y las batallas, viéndose vivos, se quisieron vivos.
Cuando un soldado resignado hace ese tránsito posible hacia la cobardía consciente, los señores de la guerra y los propagandistas de la heroicidad militar se enfrentan a uno de sus peores enemigos: la pulsión de vida. El joven cobarde de Víctor Manuel se pregunta «¿por quién lucho yo? Si en mi corta vida no existe el rencor». Yo lucho para que haya más y más cobardes que no quieran matar. Quizás nos salve uno de ellos.
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