En el ámbito europeo las izquierdas radicales afrontan una nueva reinvención de su muy acreditada capacidad divisoria. Esa misma tesitura reviste aquí tintes más funestos, sobre todo porque la mohína de estos días aún tiene muy fresca la memoria de los días gloriosos del fenómeno ... Podemos. Sin embargo, siempre que retornan vigorosas estas querellas se obvia una problemática añadida más antigua: en España no hay un partido verde ecologista con relevancia e independencia frente a los partidos de izquierda.
Hay razones históricas: las tardanzas al transitar de una dictadura a una democracia y las convenciones institucionales que se crearon en la Transición construyeron un marco cultural que prestigiaba las formas organizativas de los partidos de izquierda, lo que les permitía gestionar el conflicto con los movimientos sociales engullendo sus planteamientos más trasversales (feministas, pacifistas y, por supuesto, también ecologistas). Y hay razones de cultura política: aunque algunos dirigentes ecologistas quisieran crear un partido verde, era más poderosa la identidad refractaria de los movimientos sociales hacia las fuerzas políticas. Los activistas no estaban por la labor.
El ecologismo político no ha cuajado como partido verde. De haberlo hecho habría cambiado la dinámica del movimiento ecologista, pero también se hubiera generado un panorama distinto en la correlación de fuerzas de las distintas izquierdas. La clásica confrontación izquierda-derecha persistiría, pero, al verse hondamente afectada, discurriría más abierta y diversa, seguramente más entrelazada. Los partidos verdes suelen añadir a sus valores ecologistas políticas públicas de izquierda y centro-izquierda. Pero la centralidad de su ideario medioambiental los significa e identifica como fuerzas diferentes frente a socialistas y comunistas o soberanistas y populistas de izquierda. Veamos algún ejemplo que nos ayude a pensar esta cuestión en clave española.
Vimos a la alcaldesa Manuela Carmena adoptar iniciativas ambientalistas del repertorio emblemático de los partidos verdes europeos. Pero esta antigua luchadora antifranquista, militante del PCE y siempre en la órbita de las izquierdas españolas, entre el PSOE y Podemos o Sumar (más o menos), no era alguien que pudiéramos identificar como líder verde al estilo de Petra Kelly (fundadora del partido Los Verdes y miembro del Bundestag alemán desde 1983 a 1990). La izquierdista y templada Carmena, que lógicamente no evocaba ni de lejos el radicalismo verde de finales del siglo XX, ni siquiera era homologable a esos otros líderes del partido verde alemán que, con el tiempo, fueron moderando el ideario del ecologismo político para hacerlo compatible con la socialdemocracia y hasta el liberalismo de centro-derecha. Se representaba a Carmena como roja (o 'rojilla'), pero no como verde (ni 'verdecilla' siquiera).
Para ilustrar la importancia de estas acuñaciones ideológicas y simbólicas pensemos en otro representante de la nueva política: Íñigo Errejón rompió con Pablo Iglesias y presentó Más País con énfasis «verde», pero el mentor del populismo de izquierda no resultaba creíble como líder sobrevenido de un partido ecologista.
No es país para verdes. No lo fue al principio, en las décadas de 1980 y 1990. Entonces, en algunas contiendas electorales que ya nadie recuerda pudo verse a gente del famoseo, como Ágata Ruiz de la Prada, en partidos verdes capaces de cosechar menos votos que desprecios. Y después quizás haya faltado fuerza e independencia. El esnobismo dio paso a la seriedad gracias a Equo. Pero nunca emergió en España un electorado genuinamente verde ecologista. Cuando se diseñaban estrategias electorales que valorizaban el capital político del sentimiento ecologista y la fuerza del voto verde, rápidamente se desencadenaba un proceso de forzada coloración, hasta que el verde se teñía de rojo o acababa convertido en rojiverde. Si el verde bullía en las cabezas de los estrategas, cuando llegaba la negociación de nombres y candidaturas se convertía en verdirrojo y enseguida en rojiverde. Las mismas fuerzas progresistas que valoraban el potencial movilizador del verde lo corregían emborronándolo con el rojo (de ayer y hoy) e impidiendo su desarrollo. Lo fagocitaban.
Han pasado cuatro décadas desde la irrupción de Los Verdes alemanes. Otros países siguieron esa estela. Hay partidos verdes en Francia, Países Bajos, Suecia, Finlandia, Reino Unido y Bélgica. Están en ayuntamientos, parlamentos y gobiernos. Sin embargo, en España, como en Portugal y otros países sureños, no existen partidos verdes relevantes. Hay cabecillas políticos ecologistas que han llegado a ser cargos electos en ayuntamientos y parlamentos al figurar en puestos destacados de las listas electorales de partidos de izquierda. Pero esto último, siendo un reflejo del atractivo del ecologismo en las agendas políticas, es al mismo tiempo la señal de su impotencia.
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