Con el precedente de sus campañas de desobediencia civil en Sudáfrica, desde que en 1930 retó al Imperio Británico con la célebre Marcha de la Sal, Gandhi se convirtió en una rara celebridad. Su liderazgo en el proceso de independencia de India explica que siga ... siendo reconocido extraoficialmente como El Padre de la Nación, a pesar de que gobierne Narendra Modi, promotor de un ideario nacionalista excluyente.
Gandhi fue un líder tan excepcional como otros coetáneos suyos, pero alternativo como él solo. Rara avis de las ideologías, renombrado por Rabindranath Tagore como Mahatma (Alma Grande), Gandhi fue capaz de proyectarse en las convulsiones del periodo de entreguerras sobre los histrionismos y las violencias del estalinismo, el fascismo, el nazismo y las dictaduras militares. Nada que ver, por supuesto, con Stalin, Hitler o Mussolini y Franco, pero tampoco con el imperialismo de Churchill (para quien Gandhi era «un faquir desnudo»), ni con los movimientos insurreccionales antiimperialistas, comunistas o anarquistas.
La fama mundial de Gandhi se hizo peculiar porque, aunque su pensamiento y su propia figura evocaban un espiritualismo acotado al Oriente más ancestral, estaba desplegando estrategias de acción-reacción que denotaban una gran inteligencia política y desataban una fuerza popular arrolladora, implicando a legiones de activistas organizados y bien entrenados. En aquellos tiempos de violencias y líderes fuertes y aguerridos llegaba desde India la imagen de un líder espiritual que promovía nuevos estilos de vida y nuevas formas de lucha política radical y pacífica, una suerte de filosofía que el propio Gandhí llamó «satyagraha» y nosotros traducimos como 'no violencia', así, con los dos términos juntos, porque nos lleva a una conceptualización más profunda que la mera negación de la violencia.
Murió cuando tenía 69 años y gozaba de buena salud, el 30 de enero de 1948, después de recibir a bocajarro tres disparos de un fanático nacionalista. Han pasado 77 años y esas identidades asesinas siguen presentes en India y en el mundo. ¿Cómo habría continuado Gandhi su lucha? No lo podemos saber. El 'shock' por su violenta desaparición también dio paso a los más lamentables revisionismos e incluso a varios intentos de rehabilitación de las ideas integristas del asesino y sus correligionarios.
Pero lo que sí ha quedado sobradamente demostrado es que con Gandhi no podían morir sus refrescantes ideas. Su legado trascendió la geografía de India para pervivir a lo largo de las décadas y las experiencias históricas en muchos otros países, a veces actualizándose y en ocasiones, como ocurre ahora, desactualizándose, al vaivén de las coyunturas, cual barómetro de nuestra presión moral humanizadora. Con la atmósfera de los tiempos se agranda o se achica la percepción de un Gandhi que siempre representará la esperanza y la humanización de la lucha política frente al desaliento y la deshumanización de la violencia y la guerra.
El espíritu de la lucha pacífica de Gandhi reaparecía en conflictos y movilizaciones que discurrían dispersas por los escenarios de la Guerra Fría. Gandhi inspiró iniciativas parangonables con su propia experiencia, tanto en Afganistán como en Palestina, aunque hayan tenido menos impacto y sufran la desatención de la historiografía de Occidente. El ejemplo de Gandhi también se dejó sentir en la Polonia de la época soviética y en la Sudáfrica del 'apartheid'.
En el Occidente rico y democratizado pudo verse dentro de las estrategias del movimiento de derechos civiles que lideraba Martin Luther King y en el repertorio de los nuevos movimientos sociales ecopacifistas, o en las huelgas campesinas del chicano César Chávez. Después revivió con mucha fuerza en la 'primavera árabe', en nuestro 15-M y en el fenómeno 'Ocuppy'. En 2011 Gandhi quedó otra vez actualizado, alimentando todo un ciclo de protestas populares y reactivando la confianza colectiva en los valores de la cultura de paz (aunque no es menos cierto que, a la altura de 2015, el panorama geopolítico estaba más enrarecido y ya no invitaba al optimismo).
En la década de 2020 todo ha cambiado a peor. Los vientos de la guerra han adquirido una fuerza determinante. Tanta destrucción bélica nos deja divididos, enfrentados, deprimidos, moralmente abatidos y desesperanzados, también en el terreno de la protesta, incluso en la pacifista, tan necesaria, tan urgente. La culpa no es de la guerra en sí misma, porque la guerra siempre estuvo ahí, fría o caliente y en decenas de conflictos olvidados. Es la extensión y la naturalización de la cultura de guerra lo que nos ha dejado vencidos. Interiorizamos el fatalismo y normalizamos la preparación de la guerra. Optamos por una pasividad expectante. Hemos desactualizado al Gandhi que recuperamos hace una década.
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