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En un recuento de la militancia comunista bajo la dictadura de Primo de Rivera figuraban ochocientos militantes y entre ellos una sola mujer, Dolores Ibárruri, Pasionaria, destinada a convertirse en el mayor mito positivo en la historia revolucionaria del siglo XX. Con una figura y ... una palabra imponentes, su personificación primero de las luchas obreras en la cuenca minera de Bizkaia, luego de la esperanza de una revolución mundial, más el clarinazo decisivo del «¡no pasarán!» frente a la insurrección militar en 1936, la convirtieron en emblema de una humanidad en lucha -hoy sabemos que fallida- por su emancipación.
Cierto que cedió a la fascinación y a la práctica como dirigente del furor estaliniano -a Stalin le llevaba «en el sagrario del alma»-, pero también supo alzarse contra las actuaciones aberrantes de Stalin y sus sucesores. Tanto en 1934 al oponerse en Moscú a su política sindical en España, temiendo sufrir la suerte de otros discrepantes del momento, como sobre todo en 1968 frente a la invasión de Checoslovaquia por los ejércitos del Pacto de Varsovia. Optó por «lo nuevo» en la política del PCE en 1956, bautizándola con un nombre acorde con sus raíces católicas: la reconciliación nacional, algo hoy de plena actualidad, frente a quienes desde una derecha profunda nos arrastran a pensar de nuevo en el «¡no pasarán!».
En sus convicciones comunistas, pudo decirse de Pasionaria lo que alguien dijo de Facundo Perezagua: era flexible como una barra de hierro. Pero su contenido era complejo, con ese sustrato católico que nunca desapareció, vivo siempre en su vocabulario, hasta su relación final con el padre Llanos, culminada verosímilmente en la confesión. No faltó el deje vasco, conjugado con el fondo bíblico en el nombre de sus hijos: Rubén, Amaya, Amagoya, Esther. En su primera autobiografía en Moscú se autodefinió como de «nacionalidad vasca oprimida por España». También en la guerra habló de «nuestra madre Euzkadi». Y su visión histórica impregnó la sorprendente redacción del manifiesto que el 18 de agosto de 1936 caracterizó nuestra Guerra Civil como guerra de independencia, con insólitas menciones a los godos traidores que en 711 propiciaron la conquista «marroquí» (sic). Nadie salvo Dolores podía meter en danza al obispo Oppas y al conde don Julián para fundamentar una línea de interpretación política duradera del comunismo español.
El amplio abanico de sus adversarios, desde los franquistas a los libertarios, propuso una imagen bien diferente de Pasionaria. Pero para los comunistas y amplios sectores del antifascismo mundial, el símbolo pervivió y es lógico que sea exhibido aquí y ahora cuando, vía Podemos, el comunismo regresa a primer plano en la escena política. A esa demanda responde la biografía de Mario Amorós, '¡No pasarán!', que acaba de publicar Akal. Un trabajo minucioso sobre archivos le permite arrojar luz sobre múltiples aspectos de la vida de Dolores; una aportación, pues, considerable. Lástima que la militancia del autor no solo le lleve a borrar todos los episodios que reflejan contiendas internas en el PCE -como el último enfrentamiento a Carrillo en el XI Congreso de 1983- o conductas impropias de la biografiada. No solo por su dureza frente a los «cabezas de chorlito» tipo Semprún, sino por su incomprensión larvada, y con efectos negativos, de Togliatti. La importancia del personaje es innegable; la idealización sobra.
La herencia política de Pasionaria, incluso la estética transmitida de su belleza, tendrían solo valor arqueológico, de no tener lugar el aludido retorno del PCE en su centenario, encabezado de nuevo por una mujer, Yolanda Díaz, quien como ella representa una chispa de inteligencia y de sentido común en el páramo de la izquierda. Las diferencias son evidentes, partiendo del color: el luto eterno de Dolores Ibárruri cede paso a la acertada sinfonía de colores en el atuendo de la vicepresidenta. No arranca ésta del dolor de la explotación minera, sino de ese protagonista casi olvidado de la oposición al franquismo (y de la mejora de la vida para los trabajadores) que fue Comisiones Obreras.
Como consecuencia, del sindicalismo Yolanda Díaz trae la centralidad del pacto, de la pluralidad. Su ideología, reflejada con una inquietante conclusión al prologar 'El manifiesto comunista', no parece ser la inflexible barra de hierro. Incorpora abiertamente la democracia, aun cuando al acertar en los contenidos socio-económicos de la misma olvida conscientemente la dimensión política. Tampoco tranquiliza su doble adhesión a los legados, de Julio Anguita y de su todavía mentor Pablo Iglesias. Pero su «sentido de lo nuevo» y la firmeza y la claridad con que enuncia sus propósitos sí enlazan con su predecesora. Esperemos.
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