Urgente Grandes retenciones en la A-8, el Txorierri y la Avanzada, sentido Cantabria, por la avería de un camión

A día de hoy, todo lo que nos rodea es mensurable, ocupamos la era de los datos y por ello podría empezar este artículo con las aterradoras cifras sobre la tasa a la baja de reposición humana y el envejecimiento de la población, algo innecesario, ... opino, ya que también vivimos en la era de la información inmediata -veraz o no- a golpe de un simple click.

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Se habla de la vejez en términos de economía y los números no cuadran. Choque de trenes. El colapso en el régimen de pensiones es un hecho. El sistema económico se tambalea. Ignoro si esto fue contemplado -aunque apostaría que no- en la España nacional católica de Franco, auténtica responsable del 'baby boom' que está llenando el país de un colectivo que, lejos de producir riqueza, principalmente la consume, una abundante generación -otrora fértil- sin las perspectivas de remplazo que asegure el equilibrio demográfico que el actual y fracasado sistema capitalista necesita para sobrevivir. Y no se trata solo de un problema nacional: la crisis demográfica, dicen los expertos, es la mayor amenaza actual para nuestra civilización, por encima de las guerras y del cambio climático. Nitroglicerina en estado puro. Mundo de viejos.

Alguien dejó escrito que la vejez consiste en esperar lo inevitable arrastrando y desangrando el cuerpo por los suburbios de la vida mientras se apuntalan como mejor se puede los cimientos resquebrajados de la existencia. En caminar esa parte del trayecto que no es una milla de oro ni de plata, sino de hojalata. La vejez no es el descanso del guerrero. No es el premio a nada y nadie que viva cerca de ella puede rebatirme esto.

No estoy hablando -y esto que quede muy, muy claro- de mayores que cumplen años en aceptable estado de felicidad, de nonagenarios incluso que tienen una vida tolerable, que más o menos se defienden solos. Hablo del anciano enfermo, incapacitado, degenerado neurológicamente, desilusionado, aparcado como un ejemplar disecado, con el sistema inmune hecho trizas, aquel al que cualquier virus de poca importancia puede matar. Hablo del anciano dependiente de largo recorrido que, habiendo pasado por la vida con los ojos bien abiertos, ahora el avance médico y tecnológico, en su quimera por la indestructibilidad de la materia y la ¿inmortalidad?, impide que los cierre y se abandone al sueño eterno, que ese sí es el verdadero descanso cuando el cuerpo ha agotado sus reservas. Perdonad si soy muy brusca.

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Pero es que la muerte está proscrita, demonizada, mientras que lo que debería estar demonizado es la enfermedad cuando se estira y se estira en el tiempo como esas hebras infinitas de chicle Bazooka que en la infancia masticábamos de dos en dos. Alargar la vejez, que no la vida, un problema, además, que amplifica la brecha de género: todavía es la mujer la principal mano de obra doméstica para el cuidado de los ancianos dependientes. Como si dicha brecha no fuera lo bastante grande.

Hay una leyenda antiquísima de origen inglés, 'Jack y la muerte', que viene a decirnos que si la dama de la guadaña llama a nuestra puerta debemos dejarla entrar para no alterar el orden establecido. Cuenta el cuento que Jack, aterrado cuando descubre que la muerte va hacia su casa a llevarse a su madre moribunda, consigue, con artimañas propias de la fantasía, encerrarla en una botella. Pero a partir de ahí la vida se vuelve extraña: no hay carne en las carnicerías porque las reses no pueden ser sacrificadas. Los peces se resisten a ser pescados. Cada vez hay más moscas, más mosquitos, más plagas. Nada se muere. La madre de Jack desconfía. ¿Qué pasa? Entonces él tiene que confesarle que ha encerrado a la muerte en una botella para evitar que se la llevara con ella. Oh, Jack, no puedes hacer eso, le replica, la muerte no es enemiga de la vida, solo su reverso; la una no existe sin la otra, tienes que liberarla. Y así, cuando la muerte estuvo liberada, retomó su camino hacia la casa de Jack donde su madre, moribunda de nuevo, la esperaba en calma sin oponerse a la voluntad de la naturaleza humana.

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No es un cuento triste. Quizás deberían habernos contado algo así de niños en lugar de decirnos la simpleza buenista que a nadie convencía de que el abuelito se había 'mudado' al cielo desde donde cuidaría mucho mejor de nosotros que antes.

Schopenhauer, que era un misógino, un pesimista, pero también un gran existencialista anterior a los existencialistas, proclamó que la individualidad de la mayoría de los hombres es tan miserable e insignificante, que nada pierden con la muerte; que querer vivir más es querer ampliar el error de haber nacido y que la muerte es un alivio. Esto explica, tal vez, dice Schopenhauer, la expresión de dulce serenidad difundida en el rostro de la mayoría de los cadáveres.

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