El 31 de diciembre de 1936 en la docta Salamanca moría de angustia fratricida (¿o fue asesinado en su domicilio?) don Miguel de Unamuno y Jugo, el vasco más universal. Y cualquier circunstancia es buena para recurrir a este hombre inclasificable, de una pieza, difícil, ... altivo y humilde, que todo lo sabía y todo lo contradecía.
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A principios de mayo de 2004, un grupo de componentes de distintas asociaciones culturales de Bilbao acudimos a Salamanca para realizar un encuentro de confraternización entre sus cuatro 'patrias' y ofrecer un homenaje a don Miguel. Paseando por la capital salmanticense, todo era recordar sus versos «De mi Vizcaya, de mi Bilbao, la simiente; de mi Castilla, de mi Salamanca, el fruto».
Fuimos a visitar su tumba, y hubo quien sintió cierta frustración al constatar que no había ningún mausoleo o panteón en consonancia con tan alto personaje, que su tumba era un humilde nicho en la quinta fila superior. Como uno más. Después de leer unos versos adecuados al momento, hicimos la plegaria floral ante la escultura de Victorio Macho, acompañada con cantos de especial ternura de su tierra natal y terminando con un rotundo 'Agur Jaunak'. Finalmente, nos acercamos al punto central, el homenaje en el Paraninfo de la Universidad, lugar de míticas resonancias históricas. Se pronunciaron varias conferencias correspondientes a las cuatro 'patrias' en la vida del pensador: Bilbao, Salamanca, Fuerteventura y Hendaya.
Sin pretenderlo ni buscarlo, en la comida tuve la suerte de compartir mesa redonda con ocho nietos del gran pensador: Carmina, Miguel (es como una fotocopia de su abuelo), Concha y Maite (gemelas), Mercedes, Pablo, Salomé y Miguel. Todos ellos desprendían sencillez y llaneza en el trato, la mayoría con muy altos estudios.
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De entre todos descollaba por su personalidad, a mi modo de ver, Salomé de Unamuno Adarraga (nacida en 1933), hija de Fernando, el hijo mayor de don Miguel. Llevaba el nombre en recuerdo de la bisabuela y de su tía Salomé, que había fallecido a los 35 años. Era licenciada en Ciencias Físicas, había trabajo en la Junta de Energía Nuclear en el campo de la neutrónica y en el Centro de Investigaciones Nucleares de Estrasburgo, tenía numerosas publicaciones y había recibido varios premios honoríficos europeos. Pero de todo eso ella no dijo absolutamente nada. La comida resultó entretenida, llena de anécdotas y recuerdos, fue una pena que no se hubiera grabado porque la Historia grande se sustenta en las minucias de la intrahistoria de las experiencias individuales, de los testigos y sus testimonios.
Mientras seguía la animada charla, yo no hacía sino recordar el pensamiento de Emilio Salcedo, su biógrafo: «Junto a sus hijos y junto a su mujer encuentra algo de sosiego. Fuera, en la lucha, la polémica encarnizada en la Universidad y en otros ámbitos de la vida local y nacional». Yo sabía que su esposa, con su alegría y buen humor, había sido su cobijo espiritual en los momentos de sus grandes crisis vitales y religiosas: «Si hay algo que ha servido de contrapeso a las tendencias hipocondríacas y algo tristes de mi espíritu es mi mujer». Sentía por ella admiración, era su esposa-madre, y así la representa, revestida con otros nombres, en algunas protagonistas de sus obras, compartiendo el sentido de la maternidad, el carácter fuerte de Tula en 'La tía Tula', la bondad en el personaje de Rosa, y su sororidad (sentimiento de hermandad).
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Ya en los postres, hice a Salomé una pregunta que me había estado rondando durante toda la comida: «¿Cómo es posible que tu abuelo, que podía leer en doce idiomas, poseía un cerebro en el que cabían miles de libros y se había dedicado de una forma total al cultivo intelectual, pudiera convivir con tu abuela Concha, una guerniquesa con una cultura elemental y dedicada a la crianza de los hijos y faenas del hogar?». Salomé me miró, hizo un silencio, sonrió levemente y me respondió con una precisión lapidaria: «¿Sabes lo que le decía la abuela Concha al abuelo Miguel?: '¡Ay, Miguel, Miguel, qué tontos sois los sabios!'». Me pareció una frase tan genial y definitoria, que desde entonces la tengo enmarcada en mi estudio: «Ay, Miguel, Miguel, qué tontos sois los sabios».
Concha murió en 1934, dos años antes que él, y el gran sabio, el candidato al Premio Nobel, se quedó completamente desamparado, como un inútil, le faltaba todo. Con su ausencia, sentía que la podía haber querido más: «Mas ¿cómo pude andar tan ciego / que no vi que era su vista / la que hacía mi conquista / día a día, del mundo que pasaba?». El viejo filósofo se siente solo, el mundo se le acaba, su casa es una «cárcel desdichada»: «¿Fue ella? ¿fui yo quien se murió? / ¿fue ella? ¿fui yo quien me morí? / pues yo no sé quién era yo / ni quién ella, ¡pobre de mí!». Así son los sabios.
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