Si supimos poner nombre a los duros tiempos de violencia y horror vividos en nuestra tierra -años de plomo-, podría decirse que, entre ellos, 1980 fue el año de acero, frío y tajante; algo así como la sima más oscura a la que nos quisieron ... arrastrar varios grupos terroristas. Aquel año, diferentes bandas violentas con trasfondo político asesinaron a 100 personas en Euskadi. Ya el otoño vino agrio, pero los días de octubre fueron especialmente duros. Todavía sigo sin entender cómo pudimos soportar tanta muerte violenta y tanta sangre en nuestras calles; y, lo peor, cómo pudimos tragarnos tanta injusticia sin rechistar, cuando, por entonces, salíamos a la calle a montarla gorda por cualquier otra razón que, mereciendo ser atendida, era liviana comparada con la muerte. Muchos sosteníamos una indiferencia cínica hacia la injusticia máxima que es matar a una persona, mientras nos mostrábamos militantes activos con las reclamaciones políticas de aquellos años iniciales de la democracia: escuela pública, libertad de expresión, objeción de conciencia, euskara gurea, aborto libre… Nada decíamos, sin embargo, de la violencia de ETA. De la otra, sí. Protestábamos y hacíamos huelga, y señalábamos culpables. Pero la propia de aquí, esa tan vasca, nos resultaba inapelable, natural, lógica… No pienso excusar mi actitud, no hay justificaciones que mitiguen un asesinato; simplemente, yo no fui capaz de ver la monstruosidad que era asumir la violencia como motor natural de activación política.

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Nadie se manifestó ni dijo nada -más allá de las declaraciones oficiales- ante los ocho asesinatos cometidos el 2, 3 y 4 de octubre. Revuelvo en mi memoria buscando alguna sensación, imagen o siquiera una brizna de recuerdo. Nada. O todo, porque la muerte omnipresente la llevábamos adherida a la piel y nos nublaba la vista. Estábamos a otra cosa y no quisimos ver la viga de la vulneración más brutal de los derechos de una persona ante nuestros ojos, aunque sí veíamos en los otros la paja de otras salvajadas. La violencia etarra se justificaba o se 'explicaba'. Además, a ver quién era el guapo que decía algo en contra: era corriente tachar de franquista a quien criticara la «lucha armada». Tiempos de ultras, ultrajes y ultramontanos. Nunca más, por favor.

El 23 de octubre sí, ese día sí lo recuerdo, pero por otra razón distinta y, sin embargo, cruel y dolorosa como la que más: 50 niños y tres adultos morían abrasados por una explosión de gas en el colegio Marcelino Ugalde, de Ortuella. Infinita tristeza a manos llenas. Bizkaia y alrededores se movilizaron para ayudar a rescatar lo imposible, con nuestros brazos abiertos para donar sangre, mantas, dinero o lo que se necesitara. Ya lo hemos dicho por aquí alguna vez: lo más duro en esta vida es enterrar a un hijo; si este es un niño, el dolor no tiene fin, no hay reparación ni justicia que alivie. Tan solo nos queda decirles que todos recordamos con dolor aquellos días. Perder a los tres hijos y levantar la vida hacia adelante. Hubo quien tuvo que hacerlo. Vaya hacia todos ellos un cariñoso abrazo.

Ese mismo día, como si la desgracia no hubiera desbordado todos los límites, ETA quiso demostrar que allí estaban ellos, para dar lecciones de sufrimiento: secuestraron y asesinaron en el monte Ulia al aita de nuestro amigo y compañero Iñaki García Arrizabalaga. Siete hermanos huérfanos. Unas horas después, en Elgoibar tirotean a Jaime Arrese, hombre querido por casi todo su pueblo; bastaba con que el odio anidase en unos cuantos para que chivatos y mamporreros de la causa señalasen y un descerebrado disparara. Unas horas más tarde, en Amorebieta, ametrallan a Felipe Extremiana, un profesor con cinco hijos. Seis días después, Juan Carlos F. Azpiazu y el 31, dos atentados más: Juan de Dios y José Mari. Dieciséis personas asesinadas en un solo mes.

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Las palabras se quedan tan parcas… ¿Dónde estábamos que no gritamos 'ya basta de matar'? No estábamos, simplemente; no supimos, quisimos, pudimos… estar. Aunque debimos. Sin embargo, un rayo de esperanza se abrió paso en Elgoibar, ya que su gente organizó una protesta en toda regla y salieron a la calle en huelga, para protestar por el asesinato de su vecino y exalcalde Jaime Arrese. Aunque, al final, siempre asomaba la duda sobre la víctima: ¿pero quién ha sido, ETA? Si esto era así -no hacía falta ni esperar el comunicado-, «ah, bueno, por algo será...». Echábamos una palada más de tierra sobre ese cuerpo siempre inocente. Éramos así de insensibles.

Fue lo que fue y no debió ser, pero fue. No existe el remedio retroactivo, pero sí podemos y debemos contarlo. Aquel año vivimos peligrosamente, sin necesidad alguna; ninguna violencia nos hizo mejores. Solo -y no es poco- permanece el dolor de quienes sufrieron en primera línea y en carne propia; aquel dolor lo supieron transformar y asimilar, pero nunca caducó. Ellos se llevaron lo peor y muchos no supimos sentirlo. Pido que, al menos, en memoria de todos ellos, lo sepamos recordar.

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