Opinión

Veranos de antaño

¿Hemos perdido el espíritu de las vacaciones de la infancia? Quizás aún queda algo de la magia, esperando a ser despertada

Nora Vázquez

Jurista y sanitaria

Miércoles, 7 de agosto 2024, 00:00

Los veranos de la infancia, ¡qué tiempos!, eran postales sepia con olor a Nivea. El salitre dejaba los labios como si hubiera lamido un ancla oxidada, y la arena, ¡caliente, caliente! era un horno para los pies descalzos. Benidorm, Torrevieja… eran el paraíso playero de ... las familias españolas. Antes del viaje, el coche parecía una mudanza con ruedas, cargado hasta los topes de maletas, neveras portátiles y cubos, palas y rastrillos. Carretera y manta, se atravesaba España, desde las montañas o la capital hasta el mar, con la ilusión de llegar al destino. En aquellos tiempos, nada de móviles ni pantallas. El entretenimiento del viaje en muchos casos era el 'veo veo', se cantaban canciones del verano o simplemente quedar embobados mirando por la ventanilla. ¡Cuánta paciencia tenían! Pero al llegar, ¡la recompensa! Jolgorio de gente, chiringuitos con sardinas asadas y espetos.

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Días enteros en la playa, construyendo castillos de arena que el mar se llevaba, jugando a las palas o nadando hasta parecer ciruelas pasas. Persiguiendo las coquinas que se escondían en la arena mojada. ¡Menuda emoción cuando encontraban alguna! Y los mayores, con sus cañas de pescar y sus redes, desafiaban al mar en busca de algún pez del que poder fardar. ¡Cuántas historias de peces gigantes que se escaparon!

Y luego, al fresco, caminar por el paseo marítimo, viendo a los artistas callejeros o acudiendo con premura a la feria, el tren de la bruja y otros míticos que siempre estaban funcionando en verano; y comiendo un helado de cucurucho.

Otros los pasaban en el pueblo. Allí, el tiempo iba más despacio, como en una película antigua. Las carreteras eran un laberinto de curvas, entre campos de trigo y lugares con encanto. En el pueblo esperaban los mimos de la abuela, el pan recién hecho y el repicar de las campanas. Los días se llenaban de juegos en la plaza, baños en el río, paseos en bici y merendolas al cobijo de los árboles.

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Los niños eran libres como pájaros, explorando el campo, descubriendo los secretos del pueblo y haciendo amigos para siempre. No había horarios ni prisas, solo la alegría de vivir cada día como si fuera el último. Por las noches, todos se reunían en la plaza, a la fresca. Los mayores contaban historias, los niños jugaban a las cartas y todos miraban el cielo, lleno de estrellas, como un manto de lentejuelas.

Tal vez solo necesitamos algo de tiempo para desconectar y volver a contactar con lo que importa en la vida

En las grandes ciudades, el verano tenía otro ritmo. Los niños se reunían en los parques y plazas, jugaban al escondite, al fútbol o a la comba. Las calles se convertían en pistas de carreras para bicicletas y patinetes. Y cuando caía la noche, las terrazas se llenaban de familias y amigos, disfrutando de la brisa o sufriendo su ausencia, y de la buena compañía. Era tiempo de cine de verano, de fiestas populares y de verbenas. Veranos sin preocupaciones, donde el tiempo parecía no tener fin. Un tesoro de recuerdos que una guarda en su corazón, un recordatorio de lo que de verdad importa: la familia, los amigos, la libertad y la alegría de vivir cada día al máximo.

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¡Pero cómo han cambiado las cosas! Ahora los niños tienen mil pantallas y juguetes electrónicos, y los veranos parecen más cortos y menos intensos. Ya no se juega tanto en la calle, ni se hacen amigos en el parque. Los viajes son más cómodos, pero también más rápidos y menos emocionantes. Y las tardes en familia se han convertido en una rareza, entre el trabajo, las actividades extraescolares y las obligaciones diarias.

Hemos crecido, sí, y con nosotros han crecido nuestras preocupaciones y responsabilidades. Ya no somos aquellos niños despreocupados que jugaban en la playa hasta que se ponía el sol. Ahora tenemos horarios, facturas que pagar y problemas que resolver. Pero, ¿hemos perdido por completo el espíritu de aquellos veranos?

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Quizás no. Quizás aún queda algo de aquella magia en nuestro interior, esperando a ser despertada. Quizás solo necesitamos un poco de tiempo para desconectar, para volver a contactar con la naturaleza, con los seres queridos y con nosotros mismos. Quizás necesitamos recordar lo que realmente importa en la vida y volver a disfrutar de las pequeñas cosas, como hacíamos de niños.

Porque, al fin y al cabo, el verano no es solo una estación del año, sino un estado de ánimo. Es la alegría de vivir, la libertad de ser uno mismo, la ilusión de descubrir cosas nuevas. Y eso, por suerte, no tiene edad. Porque, como decía la gran Gloria Fuertes: «El niño que no juega no es niño, pero el adulto que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él y que le hacía falta».

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