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Afganistán, como enclave humano, es un lugar tan antiguo como el mundo. Su historia habla de cruce de culturas milenarias, de rutas mercantiles, de lenguas vivas y muertas, de cuna de religiones diversas antes de su islamización, diferente, en su día, a como hoy la ... conocemos. Las guías turísticas nos muestran un territorio de montañas con cimas perpetuamente nevadas; los ríos que nacen en ellas se precipitan por sus laderas peladas y mueren, muchos de ellos, devorados por el desierto antes de llegar al mar. Sus ciudades evocan los cuentos de las Mil y una noches y sus nombres son tan exóticos como hermosos: Kandahar, Jalalabad, Mazar-e Sarif. Pero no es esa postal del país lo que ahora nos impacta sino las imágenes de desplazados y refugiados de guerra poniéndose a salvo frente a una reconquista del poder en toda regla que ha durado veinte años y que termina con la etapa de proteccionismo y control americanos que los muyahidines acaban de demoler -como demolieron los Budas gigantes de Bamiyán- en apenas dos semanas.
La guerra se hace entre dos pero se lleva por delante a miles. Desde que a finales de 1979 las tropas soviéticas dejaron de 'asesorar' y pasaron a 'invadir' al pueblo afgano, su historia reciente está marcada por la sangre y por la guerra. El ciudadano nunca gana. En Kabul saben bien qué son los bombardeos, los lanzagranadas, los explosivos, las bajas civiles y sobre todo la supresión de libertades por la anterior insurgencia talibán. En especial las mujeres.
Años antes, entre los 50 y 70 del siglo pasado, Daud Khan, un dictador con un discurso populista aunque contrario a los fundamentalismos islámicos, había introducido importantes reformas educativas y sociales a beneficio de las mujeres, tales como el uso voluntario del velo y la abolición del 'purdah', práctica musulmana por la que se recluye y oculta a las mujeres de la vida pública y de los hombres que no sean sus esposos o parientes directos. Pero durante la dictadura integrista (1996-2001), regida por una interpretación rigurosa del Corán, se recuperaron medidas atenuadas o derogadas, como las lapidaciones y los castigos físicos -latigazos, amputaciones de miembros- para ciertos delitos menores, entre muchas otras cosas. Era la versión más fundamentalista -¿o yihadista?- de la 'sharia', que supone una negación absoluta de los derechos humanos y con la cual el peor papel se lo llevaron, como siempre, las mujeres.
Quizás convenga recordar la cantidad y calidad de prohibiciones que les impuso el régimen talibán: prohibido estudiar a partir de los diez años, prohibido trabajar, salvo excepciones, fuera del hogar. Las consecuencias nefastas directas fueron muchas, la venta de niñas, posiblemente, la más cruel puesto que las familias carentes de figura masculina quedaban a merced de la mendicidad.
Sigo: En público era ilegal enseñar los tobillos, reír, hablar en voz alta, llevar tacones, usar esmalte en las uñas. El burka pasó a ser obligatorio. Se destruyeron las fotografías donde aparecía una mujer: fotografías informativas, estéticas, publicitarias; todas. Prohibido hacer deporte y acudir a estadios y centros deportivos. Prohibido montar solas en taxi, en ciclomotor, en bicicleta. Se diversificó el transporte público por sexos. Una mujer no podía ser tratada por doctores y dada la escasez de doctoras solo tenían acceso a una sanidad limitada y deficiente. Tampoco podían dar la mano a un varón que no fuera su esposo o familiar directo ni dejarse hacer un traje por un sastre. Se les prohibió asomarse a los balcones y los cristales de las ventanas dejaron de ser transparentes para que nadie pudiera ver a las mujeres de la casa desde el exterior. Más: Podían ser azotadas por el esposo o por cualquiera en la calle si olvidaban el decoro. Lógicamente los casos de depresión y los suicidios aumentaron de forma alarmante.
Es difícil no ver el trasunto de ese conjunto de normas que los hombres redactaron para las mujeres: la potencial lascivia masculina incontinente, la supuesta intemperancia sexual, el macho en celo protegiéndose de sí mismo. No lo digo yo; por sus obras -o sus leyes- los conoceréis.
Sin embargo, quizás por algún compromiso adquirido o por miedo a la reacción internacional, los talibanes están intentando ofrecer esta vez una imagen más moderada; la guerra relámpago sin destrucción ni derramamiento de sangre lo corrobora. Pero ¿no será una farsa para el beneplácito global, un espejismo buscando la aprobación? ¿O existe algún oscuro plan que todavía no conocemos? Porque ciertas libertades femeninas ya han sido recortadas. Mientras, Occidente huye de Afganistán, se protege y, de momento, calla.
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