No es África el mejor lugar para vivir siendo mujer, pobre y negra; es decir, si se forma parte de ese colectivo que sobrevive sin grandes expectativas de futuro en el continente más dañado por los estragos del analfabetismo, que de todas las lacras sociales ... es, sin duda, la peor. Lacra generadora de otras lacras; lacra sin paridad: dos tercios de la población analfabeta están formados por mujeres -pobres y negras-, lo que impide su acceso a un trabajo que las dignifique y guíe hacia la igualdad de género. La mujer paridora, criadora de los hijos, cuidadora de los ancianos, mutilada genital, etcétera, tiene poca voz en una comunidad de idiosincrasia machista. La mujer fatigada, curtida en los campos de sorgo, ñame o yuca, con los pies encallecidos y la espalda arqueada, abole su rebeldía ante la preponderancia del hombre, más dedicado a tareas corporativas como parlamentar todo el tiempo que sea necesario con los otros hombres para lograr acuerdos que les favorezcan. Un ejemplo: en la República Democrática del Congo (RDC) las mujeres no pueden usar algo tan básico como la firma sin el permiso del esposo.
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Y precisamente de ese país llega una noticia espeluznante que provoca no tanto mi extrañeza como mi indignación. Según el informe de una agencia especializada, más de 50 mujeres congoleñas han denunciado explotación y chantaje sexual por parte de personal humanitario de algunas de las principales organizaciones mundiales: la Organización Mundial de la Salud y diversas ONG internacionales. Sexo a cambio de trabajo y despidos inmediatos en caso de negarse, rezaba el titular de este periódico. Esto resulta descorazonador en términos de sororidad, en tiempos en los que los delitos sexuales están más perseguidos que nunca y la protección a las mujeres y las niñas debería estar garantizada. Los escándalos que se denuncian tuvieron lugar durante la campaña de contención del virus del ébola entre 2018 y 2019, en la RDC. Como si convivir periódicamente con un virus muy contagioso y de gran letalidad no fuera suficiente desastre.
Pero este tipo de noticia no sorprende por insólita, ya que tiene precedentes. Basta con revisar un poco la historia reciente. Según un informe de denuncia, los cascos azules y otros funcionarios de paz de Naciones Unidas desplegados en Haití habrían mantenido sexo con mujeres y niñas aprovechándose de la pobreza y miseria que varios años de guerra civil, terremotos y diversas catástrofes meteorológicas provocaron. Fruto de estos abusos, muchas de las mujeres concibieron niños, algunas fuentes hablan de un centenar; cien niños sin padre que avergonzarían y estigmatizarían a cien madres. Dada su catadura moral, me atrevo a pensar que esos tipos no se sentirían violadores, pues 'pagaban' los servicios con comida o dinero.
Otro caso: en 2017 más de seiscientos cascos azules fueron expulsados de la República Centroafricana tras ser acusados de abusos sexuales, explotación de mujeres y niños, y corrupción en general. Pero ya el año anterior había sucedido lo mismo con otros 120 soldados con lo que desde ciertas fuentes de la ONU se catalogó el incidente de «mala conducta sistemática». Es obvio que el color de un casco no siempre determina la categoría humana.
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La violencia sexual con mujeres y niñas vulnerables es moneda corriente en estados de adversidad o de guerra, y aunque una violación siempre es altamente reprobable sobrecoge más cuando son los supuestos mediadores de la paz quienes causan ese daño irreparable. No obstante huyamos del pensamiento unitario: no todos son violadores como tampoco todos los curas son pederastas ni todos los vascos apoyábamos a ETA ni toda la juventud que alterna en el casco viejo de Gasteiz va soltando puñetazos a dirigentes del PP por el mero hecho de serlo.
Según Angela Davis, activista afroamericana, la violación es un problema de proporciones epidémicas creciente e irresoluble. En su libro 'Mujeres, clase y raza', una obra que aborda la liberación de la mujer bajo una perspectiva anticapitalista y antirracista, sostiene que las leyes originarias contra la violencia sexual fueron formuladas, no para proteger a la mujer, sino a los hombres de las clases altas frente a las agresiones que pudieran sufrir sus hijas y esposas y que dañarían su orgullo y su reputación. Intolerable.
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Es cierto que las organizaciones afectadas se movilizan, hablan de tolerancia cero, de investigaciones, de no eludir a la justicia, pero son prospecciones lentas y el problema sigue sin solucionarse. Por ello el combate feminista en el mundo no debe, no puede ser secundario. Como un efecto mariposa o como el reflejo infinito de dos espejos enfrentados, los logros de los países desarrollados incidirán poco a poco en los subdesarrollados.
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