Ahora que tanto se polemiza sobre el comportamiento agresivo de los botellones juveniles, me gustaría recuperar la expresión «mozkorra borroka», acuñada, creo, por Andoni Ortuzar, presidente del PNV, para reprochar a la izquierda abertzale su tibieza frente a los ataques que la Ertzaintza padecía a ... finales de enero y que se han venido intensificando en los últimos meses; en especial, este verano con motivo de las de las denominadas 'no fiestas'.
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El estrés derivado de la pandemia, la falta de autoridad familiar y educativa, la precariedad laboral y existencial a la hora de perfilar un futuro son algunas de las razones que esgrimen los expertos para explicar los estallidos de violencia que se están produciendo con alarmante regularidad. Pero sobre ellas destaca el consumo de alcohol, ya sea como consecuencia de la tradición chiquitera del país, llámese también poteo y 'pintxo pote', o por el modelo de ocio impuesto por el neoliberalismo, según Arnaldo Otegi.
Se diría que la energía juvenil encuentra en los excesos etílicos y de otras drogas un cauce excelente para desahogar sus frustraciones, descontrolar su conducta y, amparándose en la impunidad del grupo, en el calor de la tribu, dar rienda suelta a las ganas de gritar, reír y excitarse que todos escondemos dentro.
Se supone que las sociedades civilizadas llevan siglos intentando canalizar tales impulsos agresivos a través de las normas, los hábitos, la sexualidad, el deporte y muchas otras actividades laborales, creativas o artísticas. Pero, paradójicamente, en nuestra sociedad del bienestar hemos otorgado a la fiesta perpetua una expectativa de felicidad no siempre satisfactoria, de puro tedioso que resulta pasar las horas sin hacer nada más que fumar y beber. De ahí que el desafío de las restricciones o la presencia policial ofrezcan un estímulo extraordinario para vivir emociones intensas. Como jugar a 'polis' y a cacos, solo que con víctimas reales.
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¿Hay soluciones? Hace cuatro años el Gobierno vasco invitó a Jón Sigfússon, experto islandés en políticas juveniles, para que explicara cómo en treinta años Islandia había pasado de un 42% a un 6% en el porcentaje de jóvenes que se había emborrachado el mes anterior. ¿Cómo? Combinando medidas represivas, como la prohibición a los menores de 16 años de estar solos en la calle a partir de las diez de la noche, con propuestas de ocio juvenil -pintura, baile, costura, música, escalada, etc.- que fomentaran un tiempo libre más satisfactorio.
Por nuestros lares, ayuntamientos como el de Vitoria han promovido iniciativas de ocio nocturno en los centros cívicos; pero, en general, no se aprecia mayor alarma institucional por los delirantes hábitos de consumo etílico entre los jóvenes. Cualquier fin de semana de madrugada uno puede toparse con chavales de 12 o 13 años cargados de botellas. Son las instituciones, son los centros escolares, son las familias, somos nosotros quienes decimos «es lo que hay», como si fuera inevitable que nuestros hijos, nuestros jóvenes vivieran sometidos a los dictados del grupo, de la cuadrilla, de la manada.
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La Psicología Social ya nos alerta de hasta qué extremos puede la presión del entorno modificar la conducta individual, pero ello no obsta, al revés, acentúa la necesidad de educar a los jóvenes en la autonomía personal para no depender tanto de las valoraciones ajenas.
En este sentido, y pese a los alarmantes incidentes reseñados, hay que constatar que los confinamientos derivados de la pandemia han posibilitado que nos quedemos en casa un sábado a la noche sin que se hunda el mundo, nos han demostrado que se puede vivir sin pasar el tiempo libre merodeando de bar en bar. ¡Algo de bueno ha tenido el dichoso virus!
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Ahora bien, y volviendo al título de estas líneas, cuando uno recuerda los tiempos de la kale borroka -ese furor que arrasaba cabinas telefónicas, cajeros automáticos, autobuses y todo tipo de mobiliario urbano buscando el enfrentamiento con la Policía en nombre de la liberación de Euskadi, los presos y demás- y comprueba cómo se producen ahora comportamientos semejantes, resulta inevitable preguntarse hasta qué punto las motivaciones políticas de antaño no eran sino coartadas para el desahogo personal: siniestros efectos del alcohol revestidos de patriotismo verbal y de palabrería revolucionaria.
Sí, mirándolo a distancia, es posible que la kale borroka tuviera mucho de mozkorra borroka, por lo que a todos nos beneficiaría que se redujera entre la muchachada el consumo de alcohol que tanto daño produce, y no solo los fines de semana y en la calle, sino también en el interior de los hogares y a diario.
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