Recuerdo, luego existo
La mirada ·
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Sin memoria nos convertimos en ordenadores rotos. Por eso hay que tratarla con mimo para que no se esfumeHubo un tiempo en mi vida de enseñante en que decíamos con alegría: «La memoria es la inteligencia de los tontos». Y nos quedábamos tan anchos. Reconozco que yo participé en aquella frivolidad imbécil, era una forma de oponernos al sistema educativo memorístico y rancio, ... según nosotros, una manera de ser 'progres de papel'. Ahora, cuando me acuerdo, todavía me doy mucho asco.
Imagínense qué sería de nosotros si no pudiésemos almacenar información del pasado y, luego, recuperarla para poder actuar sobre el presente. Contemplaríamos el sol cada mañana con asombro infantil y cada atardecer sería para nosotros el fin del mundo, porque sin memoria nos convertimos en ordenadores rotos.
Hoy sé que la memoria es el hilo conductor que cose nuestro personaje, ese que somos desde que nacemos, y que solo la memoria es la que nos permite reconocer nuestra cara todas las mañanas en el espejo. Yo diría que la memoria es la otra estrofa de la canción de Descartes, primera estrofa, «pienso, luego existo», segunda, «recuerdo, luego existo», tralará, tralará. Y es que somos una amalgama de lo nuevo y de lo viejo, capaces de pensarnos y de recordarnos, la suma de todo eso es nuestro hogar.
¡Ay, la memoria, qué puñetera es la jodida y qué difícil de manejar! Muchas veces se va corriendo cuando le pedimos socorro, desaparece dejando una página en blanco que nos pone nerviosos y no hay manera de recordar un nombre, el título de una película, dónde acabamos de dejar el móvil después de hablar con Pepito. Otras, aparece espléndida en el momento menos oportuno y nos regala con cosas feas que nos hicieron daño y que vuelven con la misma fuerza que si nos hubieran ocurrido ahora mismo.
Por eso hay que tratar la memoria con mimo para que no se esfume y, a la vez, aprender a atarla corto para que no haga de las suyas.
Pero la memoria también se hace vieja y se pone enferma, entonces se lleva debajo del brazo nuestro yo, nos chupa el alma y nos convierte en ese pobre pulpo del garaje, nuestro mundo desaparece y, al final, solo queda de nosotros un caparazón descolorido, una cáscara mustia, de repente nos hemos transformado en cosa, en vaso, silla, zapatos, que están ahí quietos y únicamente se mueven si alguien los lleva de un sitio a otro.
Cuando pasa eso, ya no podemos ser listos, tontos, inteligentes, buenos o malos, no podemos ser nada de nada, simplemente no podemos ser. Duele la imagen -desgraciadamente, no es infrecuente- de las personas que sufren alzheimer, van por la calle de la mano de sus cuidadores con cara de doloroso pasmo existencial, la mirada perdida, los pasos miedosos porque no saben dónde están ni hacia dónde las llevan.
Nos dicen a gritos que están viviendo en medio de la confusión más absoluta, no se reconocen ni conocen lo que ven, están colgando de un abismo sin nombre, porque no recuerdan, no nos recuerdan, no se recuerdan, se les ha escapado el alma mientras el cuerpo se empeña en seguir ahí de malas maneras.
Los que conviven con una persona con alzheimer, o cualquier otra enfermedad igual de devastadora que destruye la memoria, saben lo difícil y duro que es, sienten impotencia y un cansancio raro que les deja tristes y opacos, a todos nos asusta la nada.
Mi madre murió con 93 años, en el último año empezó a perder la memoria. Entonces me acordé de la magdalena de Proust, del poder mágico del olfato, de la música, de la capacidad recordatoria de los sentidos, y comprobé que funcionaba. Los sentidos son capaces de abrir una rendija en la cárcel del olvido y recuperar lo que fuimos.
Así que solía cantar con ella a grito pelado 'Fumando espero' y otras canciones de su época, y puedo asegurar que en su desmemoria se sabía la letra mejor que yo y que en aquellas canciones se encontraba tal y como era en su juventud. Luego me sonreía, sonreía a su vida, la que había vivido y que, a pesar de los altibajos que suelen tener todas las vidas, le había gustado porque era la suya.
¡Ay, la memoria, qué puñetera es la jodida!
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