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El 5 de mayo de 1821 Napoleone Buonaparte, Napoleón, murió en la Casa de Longwood de Santa Elena, una ventosa isla en el océano Atlántico, cubierta de niebla 300 días al año y que está en mitad de la nada. El destino le tomó el ... pelo al gran general; en 1785, a los 16 años, había escrito al final de su libro de Geografía: «Santa Elena, isla pequeña». Y es que Napoleón, que había dominado el mundo, murió en una minúscula isla volcánica a 1.125 kilómetros de la isla británica de la Asunción, la tierra más próxima, y a 1.800 kilómetros de la costa occidental de Angola.
La capital y única ciudad de Santa Elena es Jamestown y, cuando el 'HMS (navío de su majestad) Northumberland' se acercaba a puerto, Napoleón contempló desde cubierta los acantilados negros, que custodian la entrada a la isla, y supo que moriría allí; así lo confesó a sus hombres.
El comandante Hudson Lowe, gobernador de Santa Elena, se encargó de la vigilancia del ilustre preso. Napoleón dijo de él que era un 'figlio di puttana'. Lo cierto es que el mismo duque de Wellington aseguró que Hudson Lowe «fue una mala elección, carecía de educación y de juicio. Era un estúpido».
Se suele leer que Napoleón murió envenenado con arsénico por los ingleses. Sin embargo, hoy sabemos que no fue así. El doctor Francesco Carlo Antommarchi, que le atendió en sus últimas horas y realizó la autopsia del cadáver, dejó un relato pormenorizado de sus últimos momentos.
El 28 de abril pasó muy mala noche, tuvo muchos vómitos y le aumentó la fiebre. Después, hacia las siete, «pareció recuperarse y comió una sopa, un huevo y un bizcocho mojado en vino clarete». El mismo Napoleón pidió que hicieran tras su muerte «abertura de mi cadáver», lo que para algunos es una prueba de que sabía que le estaban envenenando. Pero no era esa la razón y así lo dijo: «Yo sabía que tenía un esquirro, un tumor en el píloro como mi padre. Los médicos nos dijeron que ese cáncer se heredaba. Por eso pedí a Antommarchi que, tras el estudio del estómago, mandara un estudio exhaustivo a mi hijo indicándole los remedios para prevenir el mal». Por tanto, nadie le envenenó.
Antommarchi anotó: «La noche del 4 al 5 de mayo fue terrible, hipo, angustia, respiración dificultosa, espasmos continuos del estómago y el epigastrio, vómitos y esputos. A las 5 de la mañana empezó a delirar y sufrió un trismus (una comprensión espasmódica de la mandíbula). Ya no se sentía el pulso en las carótidas ni en la vena axilar. Pensé que había llegado el final, pero, de pronto, se recuperó. El 5 de mayo, la mejora de su estado duró muy poco (…). A las 11 de la mañana se produjeron ruidos en el vientre, meteorización abdominal, frío en las extremidades inferiores y, después, en todo el cuerpo. La vista estaba fija, los labios cerrados, el pulso muy débil, movimientos compulsivos que terminaban con unos siniestros quejidos, estirones espasmódicos de epigastrio y del estómago. Le apliqué un vejigatorio (una cataplasma) en el pecho y en las piernas, dos anchos sinapismos (remedio hecho con polvo de mostaza) en las plantas de los pies y le refresqué la boca con agua de flor de naranja. Todo era inútil. Los ojos se volvieron hacía los párpados superiores, el pulso caía, luego se reanimaba. A las seis menos once minutos de la tarde de aquel 5 de mayo, sus labios se cubrieron de una ligera espuma (…) y falleció. La autopsia demostró que no había las hemorragias en el corazón típicas del arsénico».
Luego, los que estaban allí empezaron a rapiñar 'reliquias' del muerto, sabían que con su venta obtendrían buenos beneficios. Se llevaron, entre otras muchas cosas, un colmillo superior, el camisón de la agonía con una mancha de sudor, el bastón de hueso de cachalote con empuñadura de marfil de morsa. Y el padre Paul Vignali se quedó con el hermoso pene del general, hoy se desconoce su paradero.
Y ese fue el final de Napoleón, el hombre que, a pesar de su mascarada coronándose emperador, extendió los grandes principios de la Revolución Francesa por el mundo. Eso sí; a veces, a bayonetazos.
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