Aquella noche, el sultán Shahriar esperaba impaciente el cuento que le iba a contar Scheherezade, su esposa número tres mil. Convertirse en cuentacuentos era la estratagema de Scheherezade para que el sultán no la matara por la mañana, como hacía con sus esposas vírgenes tras ... la primera noche de convivencia.

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Llegó Scheherezade y empezó el relato. Había una vez una aldea situada en una llanura atravesada por un barranco, un cauce con caudal de agua temporal. En aquella aldea acababa de ocurrir una terrible tragedia, en gran parte debido a la inoperancia, egoísmo y frivolidad de sus gobernantes. El sultán torció el morro. Scheherezade continuó.

Unos días antes, el hechicero de la aldea fue a buscar al pastor, hombre entendido en nubes. El perro del pastor le saludó moviendo el rabo, aquel perro reconocía de un vistazo a la gente mala, por eso mordió al gran visir del sultán. El hechicero contó al pastor su temor. Enseguida el pastor oteó el horizonte y olfateó el aire, estaba claro, un terrible diluvio se acercaba a la aldea, había que avisar a las autoridades. Y eso hicieron.

Una vez ante el sultán y el gran visir, el hechicero dijo que los aldeanos debían desalojar inmediatamente sus chozas, el agua venía a arrasarlo todo, era fundamental poner al pueblo a salvo y advirtió de que no había mucho tiempo. El sultán y el gran visir se miraron con una sonrisa de superioridad, todo aquello les sonaba a tontas exageraciones, actitud que no extrañó al hechicero, los poderosos vivían en sólidas casas de piedra situadas en zonas por donde nunca iba a pasar el agua.

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Unos días después, como había anunciado el hechicero, el cielo se volvió tenebroso y llegaron el Mal y su séquito disfrazados de gota fría. Aquel cielo negro se rompió en una avalancha de agua, el agua se escurrió por cauces secos y olvidados, y se armó de árboles, de cañas, arcones, de cualquier objeto que sirviera para hacer más daño, le resultó fácil, ningún sultán se había preocupado de ordenar a los ingenieros del imperio que realizaran obras para evitar las inundaciones, y esta arrastró a la muerte a muchos de los vecinos que encontró a su paso.

Todos supieron que los que se habían ido iban a estar siempre en sus corazones, más vivos que antes

La Nochebuena estaba cerca, iba a ser una noche muy oscura y muy larga. La gente no tenía nada, pero aún le dolía más la pérdida de los seres queridos. Sabían que aquel dolor tan profundo iba a cambiar sus vidas. Entonces el pastor pidió ayuda al hechicero, que llegó acompañado de una lechuza sabia. La lechuza habló: «Esta Nochebuena la gente va a disfrutar junto a todos sus seres queridos, incluso junto a los que ya no están. De ese modo, aunque sea por unas horas, volverán a ser felices, podrán reponer fuerzas y luego trabajar para salir adelante». El pastor y el hechicero la miraron agradecidos.

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Anocheció. Ya era Nochebuena. Todos se tropezaban con el dolor en cada esquina de la aldea. Vivían la gran fiesta del dolor. Y, de repente, el cielo se cubrió de miles de pájaros que se llevaron por los aires al sultán, al gran visir y a su corte. La lechuza dijo que les habían arrastrado a un infierno de lodo y agua para que supieran por lo que habían pasado sus súbditos. Después, las aves regresaron y organizaron una gran hoguera con ramas que trajeron de montes mágicos y lejanos. Y en ese instante, una luz muy especial iluminó la aldea, en la plaza apareció una gran mesa aderezada con los mejores manjares de la tierra y, allí, sentados a esa mesa, estaban sonrientes los seres queridos que se había llevado el agua, querían recibir el último abrazo que no pudieron darles los suyos. Después, disfrutaron todos juntos de la espléndida cena hasta que al amanecer la hoguera desapareció.

Pero algo más había ocurrido, porque, de pronto, todos supieron que los que se habían ido iban a estar siempre en sus corazones, quizás hasta más vivos que antes del diluvio, y que el pueblo iba a seguir adelante para contar a los que vinieran detrás cómo eran aquellos que les habían dejado. Sin embargo, el sultán y los suyos nunca más volvieron.

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El sultán se quedó pensativo.

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