Decía Federico García Lorca que 'La casa de Bernarda Alba' es un drama «fotográfico», queriendo indicar con eso que la obra se resuelve en dos colores, el blanco y el negro, el color de las fotografías de la época. También dice Lorca que la música, ... que acompaña a la historia, es el gorigori, el canto fúnebre del funeral con el que se levanta el telón, y la canción de los jóvenes jornaleros que llegan al pueblo, mientras las mujeres les observan tras las rejas y los visillos llenas de deseo, un deseo poderoso porque va a ser capaz de enfrentarse a la represión.
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De alguna manera color y música nos hablan del tema del drama. Y Federico tenía razón: el negro con negro de los obligados lutos infinitos a los que condenaban a las mujeres y el blanco encalado de las paredes de la casa siempre cerrada sobre sí misma son los colores del grafiti que decora 'La casa de Bernarda Alba'.
Todas las épocas, todos los momentos, hasta cualquier instante de nuestra vida, tienen su color y tienen su música, que se nos graban en lo más profundo del corazón. El color y la música son máquinas del tiempo que nos transportan, con una intensidad que asusta, a años ya vividos, nada en el mundo tiene ese poder, a no ser el sabor, hay que recordar la magdalena de Proust.
Esta época, la de ahora, también tiene su color y su música, y cuando la vida nos lleve unas páginas más lejos y el hoy se haya quedado atrás disuelto en el misterio, el día menos esperado una canción o un atardecer de color oscuro nos transportará otra vez hasta aquí, y reconoceremos que lo que sonaba, lo que suena, tenía la estridencia de la guerra, de las bombas, de las sirenas, de los aviones poniendo sus huevos mortíferos y cerraremos los ojos para no ver el color de la bruma, el color del miedo, que nos envolvía, que nos envuelve.
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Porque llevamos durante muchos meses, demasiados, recibiendo noticias que nos dan miedo, que nos dejan asustados, paralizados, agazapados en nuestras casas. Todo empezó hace cuatro años con la pandemia, traía en la chepa el miedo a la enfermedad y a la muerte. Luego apareció la guerra, Ucrania y Rusia, creíamos que iba a acabar pronto, pero ahí continúa y otras guerras han hecho que nos olvidemos de ella. Esas otras guerras han sido la de Israel contra Hamás en Palestina, pero sobre todo mueren civiles palestinos, hombres, mujeres y niños; la de Israel contra Hezbolá en Líbano, pero sobre todo mueren civiles libaneses, hombres, mujeres y niños. En medio de tanto horror no faltan pateras de emigrantes que se hunden en el mar, no sabemos si vienen engañados por las mafias o se aventuran en pobres cayucos empujados por la miseria o el miedo a la guerra.
El color y la música de la guerra, del hambre, de la muerte van sobrevolando el mundo y empezamos a pensar que igual no estamos tan seguros, que igual nos alcanzan también a nosotros, así que nos quedamos muy calladitos para que nadie se dé cuenta de que existimos. Y es que si un día volvemos a paladear una magdalena de las de ahora, paladearemos eso, miseria y muerte. Es lógico, la miseria y la muerte tienen el poder de pringar todo lo que tocan y de trastocar nuestros valores.
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Es verdad que me he puesto dramática. Pero hay veces que es difícil no ver el mundo que nos rodea sin que se nos ponga la carne de gallina aunque procuremos olvidar lo que vemos, y pienso que esta es una de esas veces. Miles de muertos amontonados pintan el mundo del color siniestro de las fiestas de la Muerte y solo se oyen los gritos de las plañideras. «Tanto dolor se agrupa en mi costado, que por doler me duele hasta el aliento… Ando sobre rastrojos de difuntos, y sin calor de nadie y sin consuelo, voy de mi corazón a mis asuntos», dice Miguel Hernández en su 'Elegía a Ramón Sijé', su amigo, muerto en la Nochebuena de 1935.
Y es que esos difuntos, amontonados quién sabe dónde, no son un montón de despojos sin cara, sin nombre, esos muertos hay que contarlos uno a uno, tenían padres, hermanos, amigos, un día podríamos ser nosotros o nuestros hijos.
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