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Desde niña, no sé por qué, me gustan los libros, y no solo por lo que cuentan; me gusta su forma, su tacto, su color y, sobre todo, su olor. Los libros huelen a tinta muy sabia, a rincón tranquilo, a viaje de astronauta por ... espacios desconocidos, a conexión con otro yo igual de perdido que nosotros y a desconexión de las cosas que no nos gustan, los libros huelen a soledad arrinconada sin miramientos en el cuarto oscuro, a ser como somos de verdad si no tuviésemos miedo, inseguridad y una fuga de fantasmas feos, que nos suele perseguir con demasiada frecuencia; los libros huelen a vivir muchas vidas, a ser valientes, guapos, guapas e inteligentes; huelen a vivir un rato, aunque solo sea un rato, como si nunca nos fuéramos a morir.
Tengo una biblioteca grande y blanca, llena de libros y de fotografías. Me gusta mi biblioteca, ahí están los libros y las fotografías que más quiero. Sin embargo sé que todos morirán conmigo, todavía no lo saben, pero yo a veces me acuerdo del final de HAL 9000, el ordenador de '2001: una odisea del espacio' de Stanley Kubrick, y pienso que a ellos y a mí algún día nos desconectarán como a HAL, aunque no se lo digo.
Lo cierto es que hoy nadie quiere una biblioteca y sus libros. Las bibliotecas antes eran bienes muy preciados que hacían sabios a los miembros de varias generaciones de familias ilustres. Pero ahora solo son adornos viejunos, a lo más que llegan es a decorar las casas, son un 'attrezzo' de calor de hogar, pipa y zapatillas.
Se ha jubilado un amigo mío librero, dueño él y sus hermanas de una prestigiosa librería heredada de sus padres. El otro día me hablaba de los bibliófilos que solían ir al establecimiento en busca de joyas perdidas entre los volúmenes de las bibliotecas que le llegaban para la venta procedentes de alguna herencia. Mi amigo me dijo con verdadera pena que ahora le estaba costando Dios y ayuda colocar los libros que aún quedaban en la tienda porque nadie los quería ni regalados. Por eso, cuando miro mi biblioteca, mis libros y mis fotografías se me hace un nudo en la garganta.
Sin embargo, aunque reconozco que soy cabezota para algunos cambios - me sigue gustando leer teniendo un libro de los de verdad en la mano y me gusta ver ahí delante las fotografías en sus marcos-, creo que lo que nos está ocurriendo es bueno. Hoy podemos almacenar miles y miles de libros en un pequeño iPad fácilmente transportable allá donde vayamos. Y lo mismo sucede con las fotografías; somos fotógrafos las veinticuatro horas del día; toda nuestra obra, que es mucha, quizás demasiada, está bien guardada en el móvil o en el ordenador.
Baroja dice en 'El árbol de la ciencia' que él solo cree en la técnica y pienso que tiene bastante razón: la técnica cambia nuestras vidas. Entiendo perfectamente la mirada asombrada de los que vieron por primera vez crepitar la hoguera en el salón de su cueva y la perplejidad de los monjes cuando llegó la imprenta y sacaba libros como churros a la vez que mandaba al carajo el trabajo que llenaba sus vidas. O la cara de pasmo de la gente cuando apareció el tren y trasladaba a los viajeros a velocidad de vértigo de un sitio a otro, casi sin tiempo de disfrutar del paisaje, eso decía Mariano José de Larra, y tantas y tantas cosas que no son como eran.
Pues es lo que nos está pasando. Y aunque es verdad que desaparecerán las bibliotecas grandes, blancas y llenas de libros y fotografías como la mía, lo cierto es que nadie necesita ya heredar la biblioteca de un abuelo ilustre para disfrutar a sabor de la lectura, ni tener guardados mil álbumes fotográficos, que recojan su vida, para recordarse, porque todos los libros del mundo están al alcance de nuestra mano y toda nuestra historia gráfica la podemos llevar en el móvil y contemplarla cuando nos dé la real gana.
Luego vendrán nuevos inventos que volverán a cambiar nuestra vida y otra vez habrá que adaptarse. Cuando les dé la morriña, acuérdense de Charles Darwin: «Solo las especies que se adaptan mejor al medio sobreviven».
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