![La meritocracia, en cuestión](https://s3.ppllstatics.com/elcorreo/www/multimedia/202201/27/media/cortadas/opi-andres-kbuE-U160669585153nfG-1248x770@El%20Correo.jpg)
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Creer en la meritocracia es tanto como confiar en que las propias cualidades colocan a cada uno en el lugar que le corresponde en la escala social y que el éxito se debe a las capacidades y los esfuerzos que cada uno pone para alcanzar ... sus aspiraciones.
La posibilidad de ascender desde orígenes muy humildes ha existido siempre. Emperadores romanos como Diocleciano, Justino I o Justiniano nacieron pobres, al igual que los papas León III o Gregorio VII. Gengis Kan vivió la infancia en la indigencia y Baibars, sultán de Egipto y Siria, fue vendido como esclavo cuando aún era niño. Napoleón también era de familia humilde, como lo fue Espartero, quien rehusó la Corona de España cuando se la ofrecieron tras el destronamiento de Isabel II.
Pero la idea de meritocracia se identifica principalmente con las sociedades capitalistas y, muy especialmente, como expresión del 'sueño americano' que permitía alcanzar las propias aspiraciones sin importar el origen de la persona que abordaba una empresa con éxito. Sin embargo, desde la izquierda se alzan voces de descreídos de la meritocracia que la consideran falsa.
El filósofo Michael Sandel, profesor en Harvard y Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales en 2018, es un detractor de la meritocracia que asegura que «crea arrogancia entre los ganadores y humillación hacia los que se han quedado atrás», cuando, a su juicio, no se considera suficientemente la importancia que la suerte y el respaldo cultural y económico que proporcionan las distintas familias tiene en el éxito.
Sandel, en su libro titulado 'La tiranía de la meritocracia', devalúa el valor de ésta en la sociedad actual y argumenta que estamos viviendo un aumento de las desigualdades sociales que se pretende resolver por lo que denomina «la retórica del ascenso», en lugar de atajar directamente esas diferencias.
Al igual que Sandel, el español Carlos Gil Hernández ha sido premiado por el Consorcio Europeo para la Investigación Sociológica (ECSR) por su tesis doctoral, en la que desmiente la eficacia de la meritocracia y asevera que «los hijos de los que están en la cúspide social tendrían la posibilidad de bajar si no valen, pero eso nunca pasa».
Sin embargo, como ellos mismos aseguran, la sociedad sigue teniendo una fuerte confianza en el esfuerzo y la formación como vías de promoción personal. Para que ello sea así, habrá influido que entre las principales fortunas del mundo se eleven nombres sin herencia significante, como Elon Musk, que estudió gracias a las becas, ya que su madre apenas tenía para alimentarlo adecuadamente. Y otros como Steve Jobs, hijo de un inmigrante sirio, Jeff Bezos -sin padre conocido- o Mark Zuckerberg y Bill Gates, cuyas familias no han sido testatarias de sus inmensos patrimonios. En España, los nombres de Amancio Ortega o de Juan Roig también son ejemplo de que las grandes fortunas no están ligadas, necesariamente, a apellidos históricos.
Pero no son solo las grandes fortunas. Hoy hay en España 1,3 millones de profesionales calificados como científicos cuya tradición familiar, obviamente, no tenía igual procedencia. También hay cerca de 280.000 médicos colegiados, diez veces más que en 1950. De hecho, quienes eran padres y abuelos de los médicos e ingenieros de hoy eran, en 1950, agricultores y ganaderos humildes, que representaban más de la mitad de la población en aquellos años.
El apoyo familiar tiene una gran influencia, pero el éxito no se logra en el seno de la familia, sino probando las capacidades ante la sociedad. «Padre de mucho, hijo de nada», dice un aforismo que quiere reflejar la veleidad de la fortuna. Precisamente, son las crisis las que excitan el valor del mérito hundiendo los éxitos pasados que no se han sabido sostener.
Si se acepta el mérito personal como fórmula de cálculo de la retribución económica y del reconocimiento social se dispensa al sistema de su culpabilidad en las desigualdades. Aceptar los méritos propios como vía para el progreso personal, profesional y económico conduce a la resignación ante el modelo político, que encuentra en la meritocracia la forma de trasladar al ciudadano la responsabilidad de su éxito. La meritocracia es, en definitiva, enemiga de la revolución.
Indudablemente, las condiciones de salida de cada uno de los ciudadanos para alcanzar su progreso personal no son las mismas. Las circunstancias políticas, económicas, sociales e incluso genéticas son condicionantes, pero los hechos demuestran que la promoción por el mérito es un hecho. Su negación es un intento más de eximir de responsabilidades al individuo para depositarla íntegramente en el entorno. Desdeñar el esfuerzo como herramienta de ascenso sería como confiar el futuro a la predestinación, el azar o los servicios sociales, la peor estrategia para progresar personal y socialmente.
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