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El Mundial de fútbol masculino de Qatar representa de forma flagrante el corolario de una tendencia ya lejana en el tiempo y que conduce a la pura mercantilización de este deporte. Su influencia geopolítica como hecho social total o integral y su fuerza transformadora abre ... una vía de reflexión que merece ser atendida porque la paradiplomacia construida en torno a la industria del deporte ocupa una emergente dimensión de 'soft power' en el nivel internacional. Es fútbol y es deporte, pero todo es política; y como muestra cabe recordar que, por ejemplo, Rusia y Biolerrusia han sido expulsadas por la FIFA de las competiciones. Y ahora llega el Mundial de Qatar, un Estado que representa un poco edificante ejemplo en materia de respeto a los derechos humanos, pero eso poco o nada ha importado a las estructuras federativas internacionales que acordaron esta sede.
Hablando de mundiales de fútbol y de su impacto sociopolítico, es tristemente conocida su utilización político-diplomática en clave legitimadora de regímenes dictatoriales: cabe citar a Argentina, donde Videla y su junta militar aprovecharon la edición de 1978 de forma soezmente sarcástica para autoproclamar esa cita futbolística como 'el mundial de la paz'; o el de 1934 en Italia a mayor loa del 'Duce'.
Y ahora, en pleno siglo XXI, la FIFA (una asociación de asociaciones de naturaleza jurídica privada sujeta al Derecho suizo y que gestiona los beneficios derivados de este negocio planetario que representa el fútbol y su competición estrella, el Mundial) eligió Qatar. ¿Por qué? Es una pregunta retórica a la que cabe responder analizando todo lo que rodeó la elección y la burbuja generada en torno a las infraestructuras, los patrocinios y la organización del mismo. Una mezcla de cinismo, componendas y corruptelas.
Los buenos recuerdos como aficionado chocan con una impactante realidad: el fútbol se ha convertido en puro negocio, en un mercado más en el que los aficionados somos tratados como gregarios comparsas. Los amantes del romanticismo futbolero de antaño vivimos este posmodernismo como una triste realidad. Y recordamos con un punto de nostalgia aquellos tiempos en los que esperábamos cada cuatro años la cita del Mundial como el escaparate en el que poder ver competir a las mejores estrellas del universo futbolístico. El deporte y la actividad física constituyen un fenómeno social de interés público. Pocas estructuras colectivas tienen tal capacidad vertebradora y transformadora de nuestras sociedades. Por ello, hay que valorar la trascendencia que tiene el desarrollo del deporte y su influencia a nivel social y ético. Y más aún el fútbol, como ejemplo manifiesto de un gran deporte de masas.
En realidad, el deporte se sitúa en el vértice de cuestiones troncales de nuestro posmoderno tiempo social al aglutinar elementos identitarios y de condición social, entre otros. Por ello, merece la pena analizar el papel que podría desempeñar en respuesta a algunos de los retos que tiene nuestra sociedad en ámbitos como los procesos de construcción de las identidades cohesionadoras, tanto a escala local como nacional y supranacional. También cabría evaluar su gran potencial capacidad tractora para poder corregir el aumento de las desigualdades y la consiguiente necesidad de poner en marcha procesos de integración de grupos de población en situación de vulnerabilidad social. La práctica deportiva permite la transmisión y difusión de valores como la solidaridad, la responsabilidad, la deportividad o el compañerismo, e incluso puede ayudar a facilitar la integración: personas con minusvalías o procedentes de otras culturas pueden encontrar en el deporte un modo de inclusión en la sociedad en la que se encuentran.
Los eventos deportivos (y un Mundial de fútbol, mucho más) constituyen un escaparate comunicativo excelente que debe ser aprovechado para transmitir comportamientos solidarios y cooperativos, campañas antiviolencia e incluso programas que potencien la equidad de género, el voluntariado y la igualdad. Esta 'industria', todo este negocio generado en torno a la explotación de eventos y de ligas profesionales, exige la elaboración de nuevas reglas para poner coto a excesos, a abusos de posición dominante, a flagrantes vulneraciones del principio de libre competencia. Hay que reivindicar la plena vigencia de los principios básicos del ordenamiento jurídico en su proyección sobre los operadores de este sector.
Todo ello aconseja y exige repensar las formas de gobierno y de toma de decisiones en este ámbito, como paso previo a la reformulación de esquemas ya anquilosados u obsoletos de funcionamiento de las estructuras deportivas (y las de fútbol en particular). La atención a todos estos retos hace precisa una 'refundación' del sistema organizativo del deporte profesional anclada en criterios que superen la mera dimensión de negocio que prima sobre todo lo demás.
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