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Ya nadie en el ancho mundo cuestiona que con el golpe de Estado de Franco la represión intelectual y la censura hicieron estragos en el desarrollo cultural de un país que se asomaba tímidamente al aperturismo, al progreso ilustrado y al librepensamiento. El cine, la ... literatura, las artes y la ciencia sufrieron un precipitado retroceso por la intrusión de aquellas ideas tradicionales y católicas que inspiraron el Glorioso Movimiento Nacional.
Un punto muy negativo de la censura, a la que Franco llamó 'imperio de la verdad' (sic), fue el paternalismo gubernamental, que decía ejercerla 'por el bien de los ciudadanos', y presumía de garantizar y proteger no solo la moral o la ortodoxia o el rigor político, sino incluso la libertad del pueblo. El servicio de propaganda, creado a tal efecto según el modelo de la Alemania nazi, era un poderoso instrumento adoctrinador que con sus mensajes machacones y reiterados terminaba por calar en la opinión pública. Las mentiras, cuando se repiten, pueden confundirse con verdades.
Llegó el éxodo. Los intelectuales se vieron en la necesidad de emigrar. Las voces críticas se silenciaron, dejaron de brillar. Las que quedaron tuvieron que autocensurarse, lo que se tradujo en un cine y literatura de gran banalidad. Ese era el desolado panorama en el que se hundió la cultura de la posguerra, llena de ataduras y bajo un paraguas de mentiras disfrazadas de condescendencia que el ciudadano sin criterio, adocenado, inculto y falto de razonamiento -y la dictadura ya se encargaría de que siguiera así-, creyó, aplaudiendo la estrategia de papá gobierno que le defendía de sus enemigos y le libraba del mal, amén. Fue el gran triunfo de la censura: instalarse en la población con el beneplácito de todos cuantos acogieron los dogmas del aparato como el elixir que alimenta el cerebro y lo aísla de flujos contaminantes. Y fueron muchos. ¿Quién era más responsable, entonces? ¿El hacedor de las mentiras o quien las asume sin plantearse que puedan serlo?
Es difícil no relacionar esa época de autoridad con la de ahora. Como en la represión franquista, la mentira ha sido urdida bajo mecanismos ensayados de coerción de manera que el ciudadano, agarrotado por el miedo, obedezca irreflexivamente y presione, además, a la obediencia a aquel que tiene algo más de sentido común. Porque solo y nada más que solo sentido común se necesita para ver que las medidas anticovid son tan confusas, contradictorias, incongruentes, aleatorias, totalitarias, ridículas y nada contrastadas que su obediencia únicamente se sujeta por el mero hecho de que son decreto. ¿Se puede justificar que casi dos años después de la llegada de un virus que jamás se ha ido y tras seis olas de similares características se siga hablando de colapso hospitalario? ¿Hay que aceptar que las cifras de muertes 'con' covid engorden las estadísticas? ¿Es legal la fluctuación de precios en test, mascarillas y geles? ¿Es lógico enseñar el pasaporte en un museo solitario y, en cambio, no hacerlo en el gran comercio hacinado? Premiaremos o castigaremos según méritos, nos dicen con maniqueísmo evidente, y dividiremos la sociedad en buenos y malos intentando que la economía no se resienta demasiado. No es lo peor estar sometido, sino reconocerse como tal, según postuló Hegel en su dialéctica sobre el dominio y la servidumbre, sobre el amo y el esclavo.
Tiemblo ante la imposición de la vacuna obligatoria que nos situaría en una esfera que recuerda a los experimentos con judíos del doctor Menguele. Y tiemblo, sobre todo, por lo imposible que resultará escapar de esa iniquidad como las doncellas de la época feudal no podían escapar al derecho de pernada.
Así que este año y ante la inminencia de la visita de los Reyes Magos no voy a pedir nada para mí, y no porque no me lo merezca: me he portado bien, me he vacunado, no he votado a Vox. Soy poseedora de ese documento que me permite entrar libremente a los bares y una vez dentro quitarme la mascarilla, liberar mis virus y contagiar, que, bien mirado, no tranquiliza igual hacerlo con la alevosía del delincuente que amparada por la ley. Como hay personas más necesitadas de regalos que yo misma, a ellas recuerdo en mi carta.
Pido una dosis de humanidad para aquellos vacunados que destilan odio hacia los no vacunados. Pido que se racionalicen las muertes, muchas sucedidas en cuerpos con graves y antiguas patologías que ahora ni siquiera importan. Pido que la información sea plural, coherente y comparada. Pido que dejen de culpar al irresponsable ciudadano cada vez que el virus, en su cíclico deambular, acomete una nueva ola, mientras que cuando se aleja, también como cosa cíclica, las instituciones se recubren de oropel, sacan pecho y se llenan de medallas la solapa.
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