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Durante décadas España sufrió la persistencia del terrorismo, esa gélida y rutinaria cadena de dolor que militarizaba las conciencias y destruía la convivencia. A diferencia de otros fenómenos violentos, ETA mantuvo un relevante apoyo social en el País Vasco que la hacía más fuerte y ... convertía sus ataques en crueles latigazos con tintes sectarios y supremacistas donde, en palabras de Imanol Zubero, parte de la sociedad se convertía en población sobrante. Costó ganar la calle y recuperar el terreno democrático arrasado por la amenaza y el miedo -me rebelo ante la irritante idealización que trata de mostrarnos como una sociedad que siempre combatió el terrorismo-, pero finalmente hace diez años se logró, cerrando la más oscura etapa de nuestra Historia reciente.
Hoy las instituciones invocamos el deber de memoria como garantía de no repetición, desplegamos políticas educativas y rendimos tributo a las víctimas porque el riesgo de amnesia entre las generaciones posteriores a esta macabra vivencia es siempre alto, por la tentación de querer pasar página cuanto antes sin siquiera haberla leído. Precisamente la Transición democrática que nuestros mayores gestaron en los 70 y 80 demuestra que el afán de mirar al futuro, dejando atrás el dolor e impotencia que causó el franquismo, implicó un alto peaje -seguramente inevitable- en forma de postergación de las políticas de memoria. Hoy sabemos que cerrar las heridas exige sanarlas primero y saber contarnos la verdad, reparando todas las injusticias que quedaron olvidadas en ángulos ciegos de la Historia.
La Ley de Memoria Democrática trata de reforzar estas políticas, asumiendo desde el Estado el liderazgo de las mismas y contemplando por primera vez ese interregno en el que lo viejo no terminaba de morir mientras lo nuevo no terminaba de nacer. Justamente porque fue una transición y no una ruptura, ese lapso temporal que transcurre desde la aprobación de la Constitución hasta los primeros años 80 merece un estudio que permita reconocer a aquellas personas como Yolanda González, Arturo Pajuelo, Gladys del Estal o las víctimas del 'caso Almería' y otros muchos que perdieron la vida tras la aprobación de la Carta Magna. Había ruido de sables, la extrema derecha campaba a sus anchas y las fuerzas y cuerpos de seguridad aún debían asumir la cultura democrática de la que habían carecido durante cuatro décadas.
Pero esta disposición pactada entre el PSOE y UP (en modo alguno con EH Bildu) ha sido objeto de una impúdica manipulación por parte de la derecha, que ha instigado la confusión y la desinformación mezclándola con las víctimas de ETA. Es precisamente aquello que jamás debiera hacerse: la utilización maliciosa del dolor de las víctimas, con burdos intereses electorales, apelando a los instintos que brotan solo cuando se saca el dolor a pasear. El estudio de esas vulneraciones de derechos humanos se circunscribe a quienes contribuyeron a la consolidación de la joven e inestable democracia. Extraer como conclusión que esto es un ataque a las bases de la Transición es una absoluta deformación de lo que dice el texto de la ley. Vaya todo el reconocimiento a la generación que en aquellas circunstancias supo conducir la Transición, pero no hurtemos a las generaciones actuales la posibilidad de analizar y reconocer en profundidad hechos ciertos que en su época hubo que dejar aparcados por causas de fuerza mayor.
Lamentablemente, el reciente debate sobre el estado de la nación ha vuelto a constatar que la derecha está dispuesta a explotar el dolor de las víctimas, por lacerantes y peligrosas que sean las consecuencias, utilizando las resonancias traumáticas que aún genera el recuerdo de ETA y como ariete de desgaste político contra el Gobierno. Tratar de patrimonializar en exclusiva la causa de las víctimas, enfrentando a unas con otras y generando división de manera inquisitorial, resulta ignominioso. A buen seguro, este afán terminará por volverse en contra del PP, porque todo velo cae antes o después dejando al desnudo la cruda y vergonzante realidad.
El Partido Popular se aferra a ETA para reabrir profundas heridas con el único objetivo de generar un ruido ensordecedor que impida evaluar y debatir con normalidad la acción de un Gobierno que enfrenta sucesivas crisis de orden global y que pone sobre la mesa reformas, subsidios e inversiones de carácter estructural para la competitividad y equidad de nuestra economía. Estamos obligados, por todo el tiempo y la energía que perdimos a lo largo de años de sinrazón y por gratitud a quienes militaron en la democracia enfrentándose al terrorismo, a no permitir que ETA siga condicionando nuestra agenda del presente y futuro.
Dicen que el ruido triunfa, más que donde es oído, donde no deja oír. De igual modo, la memoria palidece cuando trata de rentabilizarse a corto plazo en el fragor cotidiano del debate político.
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