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Afirmaba Bauman, en sus reflexiones sobre el amor en la posmodernidad (2003), que durante siglos la unión del vínculo matrimonial lo era desde la previsibilidad, la durabilidad y el compromiso. De ahí que toda sociedad, por muy diferente que fuera, otorgara una importancia vital a ... esa institución, pues se era consciente de que ello suponía nacimientos, para un grupo humano algo fundamental por lo que implicaba: futuro. La pérdida de miembros, la muerte sin hijos, significaba la pérdida del linaje, suponía haber descuidado la mayor de las responsabilidades, haber incumplido la tarea más imperiosa: procurar la perpetuación de 'los nuestros'.
En la actual «posmodernidad líquida» la relación ha sucumbido también a los modelos del consumismo. Se abandonan las lógicas de la maternidad y la paternidad, se denigra su posibilidad reproductiva y se combate su mística. Así, el encuentro sexual se desviste de todo lo que no sea el logro de un placer inmediato. El conocimiento, el deseo de saber sobre la pareja, el establecimiento de una continuidad no es condición indispensable, incluso pudiera ser algo a evitar, pues podría llevarnos a un compromiso que condicionaría nuestra libertad personal, al tener que obligarnos a compartirla y gestionarla con otra persona. Desde esta lógica una relación que signifique compromiso y posibilidad de tener hijos asusta.
España es el sexto país más envejecido de Europa, y Euskadi ocupa el cuarto lugar en el mapa autonómico. Recordemos que la natalidad se ha desplomado un 27,4% en los últimos diez años y que en ese mismo período de tiempo el número de abortos ha sido de casi un millón. Investigadores sociales, empresarios y medios de comunicación nos advierten sobre la falta de profesionales, de mano de obra; por lo tanto, de ciudadanos/ as, a corto y medio plazo. En el ámbito económico, Confebask afirma que tan solo para cubrir el relevo generacional en las próximas décadas necesitaremos 200.000 trabajadores. Y, sin embargo, la planificación, las líneas estratégicas y los discursos sociales que se impulsan desde instancias políticas parecen no ser suficientemente conscientes de esta problemática que es ya una dura realidad, tan sólo minorada gracias al aporte, no siempre valorado justamente, de la inmigración.
Estamos asistiendo recientemente a discursos que generan tendencia, y a su vez a modificaciones legislativas que parecen incidir en una dirección que o bien omite o cuando menos no parece tomar conciencia del grave problema al que nos enfrentamos. Así, después de la tramitación de la Ley de Bienestar Animal (por vía de urgencia), parece que los ahora «seres sintientes» son priorizados. Y se transmite la idea no de que los animales deban ser protegidos de sádicos y maltratadores, cuestión está en la que creemos hay un acuerdo generalizado, sino de que los «vertebrados» son portadores de derechos, pero de 'derechos cuasi-humanos'. Se hace desaparecer el término «animal doméstico», fundamental hallazgo del hombre neolítico, para ser sustituido por «animal vertebrado», cuestión que roza el absurdo desde una perspectiva antropológica, y se abona el terreno para legislar la posibilidad de que matar una culebra o un ratón pueda acarrear sanciones severas y pena de cárcel.
Por el contrario, observamos que la nueva ley del aborto contempla que una niña de 16 años pueda pedirlo sin necesidad del consentimiento de sus padres y que, además, se eliminan tanto el anterior periodo de reflexión sobre esa decisión transcendental, traer o no una nueva vida a esta sociedad, como cualquier información sobre ayudas a la maternidad, entrega en adopción, etcétera. Respetamos la decisión de una mujer que resuelve interrumpir su embarazo, como apoyamos un trato correcto para los animales, pero creemos que se está extendiendo una cierta humanización de los derechos animales y, por otro lado, y no deja de ser una paradoja, una banalización de la vida humana.
Nuestra aportación no desea ser una llamada dogmática, pero sí urgir a la reflexión de toda la sociedad; en especial, de nuestra clase política. En una situación como la actual, los discursos sociales debieran ir dirigidos a poner en valor la importancia de la vida humana. Para ello valorar la maternidad, establecer políticas de ayuda a madres gestantes, favorecer la compatibilización de crianza y vida laboral o conseguir que muchas parejas que desean tener hijos puedan acceder a la adopción no son propuestas de ningún grupo ultra religioso, sino aportaciones que nacen desde un sustrato fundamentalmente humano y antropológico. Podemos seguir negando esta realidad, pero sin nacimientos ninguna sociedad puede tener futuro. Y, salvo que aceptemos nuestra desaparición, la nuestra tampoco.
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